viernes, enero 20, 2023

Banquisa

 Reseña del poemario Banquisa, de Julio Obeso, publicada en El Cuaderno.

Ni los intentos de Séneca, con aquello de «es absurdo el temor por lo que cuando ocurra, no lo podremos ya sentir», ni de Diógenes al afirmar que «cuando la muerte está aquí ya no somos», han ahuyentado el espanto que nos genera el sabernos finitos. Desde el Gilgamesh hasta Agatha Christie, el asunto ha dado para héroes rumbosos o villanos de medio pelo. Y en casi cualquier obra poética, esa amenaza marca siempre el paso del verso, sobre todo cuando uno empieza a darse cuenta de «que la vida iba en serio» y de que «envejecer, morir» son las dimensiones del teatro.

Banquisa, el reciente libro de Julio Obeso, publicado por Eolas, es un libro sobre la muerte, aunque no un libro elegíaco, como suelen serlo mayormente los poemarios que toman ese asunto como impulso creativo, ni tampoco un ejercicio de reflexión sobre trascendencias procuradas por la fe o por la palabra literaria, sino que se trata más bien de un exorcismo contra la humillación de saberse tan poco frente a lo ineludible.

Obeso describe la muerte, alude a cómo se manifiesta y en qué circunstancias; procura mantenerle el respeto debido, pero tratando, a la vez, no tanto de conjurarla, como de soportar su horizonte ejerciendo una suerte de dignidad irónica que atenúa ese insoportable «festín de ratas» al que estamos abocados por demasiado tiempo («la muerte nos durará más que la vida»).

«Aseguran que la muerte se espanta con palabras que sabemos, pero no sabemos cuáles». Quizás el empeño del Banquisa es buscar esas palabras y el tono adecuado en que deben ser pronunciadas. Se trataría, por tanto, de una labor de precisión en la que no caben los rodeos: urge rigor y austeridad expresiva. Para describir con tensión poética el final: «habrá un halo y tal vez un pájaro tibio que traspase el último pulso a tu muñeca». Para revelar el arma más mortífera: «el tiempo, ese golpe infinito que machaca todo el cuerpo». Para afianzarse en la vida riéndose no tanto de la muerte, como con la muerte: «El sexo es uno de los huertos de la muerte. Gime en voz alta y te prometo que hoy no morirás».

Y todo ello a través de una prosa que tiene un ritmo de verso en sus renglones: «la muerte todo lo explica con niebla» o «que nadie en tu ausencia note que faltas, vuelve loco al olvido», y que, además, tiende a lo aforístico, más que intencionadamente, por ese decantar de lo que se dice evitando sedimentos: «la muerte llama la atención más que la vida»; «A la hora de agorar los naipes se vienen abajo ante la certeza de las lápidas»; «¿Camposantos? Toda tierra es sagrada»;  o «El amigo que cierra con su mano los párpados del otro en esa hora enmienda la plana a Dios».

Banquisa es ese hielo marino que se va solidificando poco a poco hasta alcanzar una rigidez definitiva. La portada del libro, y sus tonos azules, ilustran con un paisaje polar esa imagen de frío, esa perspectiva de falta de vida. Pero de algún modo es también metáfora de la falta de sentimentalidad con la que se aborda por Julio Obeso la muerte. Una voluntad de estilo distanciado que solo se traiciona en una especie de elegía anticipada por el padre que, curiosamente, y pese a esa disonancia con el resto de la obra constituye, a mi juicio, uno de sus mejores momentos: «Cuando te vayas, padre, llevarás contigo el secreto de las herramientas, el mapa de los rincones, la perplejidad del hueco. Yo de la madera solo sé que arde».

Julio Obeso (Gijón, 1958) es una rara avis en el panorama poético. Con sus anteriores libros, Tres Tristes Trópicos (2012), Inminencias (2014) o Impajaritable (2015), ha ido construyendo una trayectoria literaria singular, que no tiene que ver con la experiencia, ni con lo simbólico, ni con más compromiso que la subversión de la reglas, sociales o preceptivas. Hace un tiempo, con ocasión de la publicación de Impajaritable, escribí que la mejor manera de explicar la poesía de Julio Obeso era acudiendo a sus propios versos, con extractos de esos versos. Por ejemplo, los de aquel poema que hablaba de una urraca que se llevó al nido un ángel en el pico. Sus polluelos no sabían qué hacer con tal presente. ¿Podría comerse? No. ¿Y, de ser así, para qué serviría aquella criatura? El poema se cerraba entonces con un verso certero y luminoso que explicaba el propósito final de la presa: «brilla». Pues bien, esa es la utilidad última perseguida, el compromiso asumido: brillar. Que no es poco. Se trata, nada más y nada menos que de poner luz en el mundo, lo que le otorga al propósito tanta trascendencia como cualquier otro fin que, a priori, se tuviese por más esencial en el oficio del poeta.

En esa luminosidad pone toda su energía Julio Obeso, en el desbaratamiento del orden establecido y a través de distintas formas: el humor corrosivo (que fue herramienta propia del surrealismo), sexualizando el absurdo, reclamando piedad hacia el dolor de los seres desvalidos (y ahí cuentan tanto los ancianos como las criaturas animales) o subrayando el absurdo final que a veces nos reserva la vida. Y de esa veta viene esta Banquisa última, que nos acerca a un libro que sigue manteniendo los rasgos distintivos del quehacer literario de su autor, pero donde, además de aquilatarse considerablemente la expresión, se ha perseguido objetivar un asunto tan crucial y tan íntimo que en el intento, para alegría de lector, han quedado unos cuanto pelos en la gatera: esos rasgos de compasión con la condición humana que no burla ni la ironía.

Selección de poemas:

Si me siento morir, si lo siento, imaginaré a una mujer frotando su sexo contra uno de mis libros. Sí, lo siento, ni la muerte ni yo damos para más.


Algunos animales para evitar la muerte fingen estar muertos. Esa táctica con humanos no funciona, la muerte llama la atención más que la vida.


FOSA ¿COMÚN?

Desenterrarlos para volver a enterrarlos. No pudieron elegir. Por eso el amor escarba con urgencia y limpia una a una las vértebras del mundo.


Antes de acostarme doy de beber a los cuadernos, escribo algo en mi perro, para que todo esté en calma mientras duermo.


Aseguran que la muerte se espanta con palabras que sabemos, pero no sabemos cuáles. Algunas las olvidamos, otras no las decimos porque el amor ya se acabó, el hijo ya no está, o el golpe, aquel estruendo, nos vació el alma. Entonces viene y decimos: colofón, pesebre, manantial, y ya más cerca gritamos: ¡luminiscencia, cóncavo, estramonio! Niega con sus oquedades y lejos de espantarse nos ocupa.


La leche en las nubes bajas que humedece al amanecer el rostro de los terneros. El óxido es otro rastro, el del caracol más grande que tiene, pero de ahí no pasa. Las flores secas, las hojas muertas, las fosas comunes, no son ni sus huellas. Es demasiado creativa para esas evidencias.


Ningún pájaro quedó en el aire. Al principio vagaron erráticos hasta que aparecieron los cuervos y comenzaron a pastorearlos. Siguiendo órdenes mentales formaron grupos y avanzaron hacia los cementerios del mundo (también los marinos). Era hora de restañar la herida, el vacío: se va a celebrar el gran juicio y a cada mujer, a cada hombre, lo defenderá su pájaro.


Unos gatos ruedan violentos, él con su pene espinoso anclado, ella con su zarpa en el lomo. Resbalan tejado abajo y en el último momento se separan. Ante la muerte más vale dejar lo que estés haciendo (nos lo enseñan ellos que tienen siete vidas).


Por si cuela

El sexo en silencio es uno de los huertos de la muerte. Gime en voz alta, querida, y te prometo que hoy no morirás.


No tenemos cuerpos para vivir, a la mínima se nos rompe el cuello o se nos sueltan las tripas. Una sola burbuja en la sangre y amanecemos de toda frialdad. A decir verdad, este mundo tampoco. Cuando no es un volcán es una ola y a más una peste aviar cierra los ojos a dos continentes. Para la muerte sí que apuntamos maneras.


La muerte todo lo explica con niebla, pero la niebla solo son nubes que han tocado fondo y no saben volver.

José Carlos Díaz

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