Claro que
tiene que ser difícil a la vista de las fotografías que ofrecen testimonio de
cómo se desarrollan las Justas Literarias de esa villa, creer que quien
participa de la celebración, salvo que sea alguien alcanforado, pueda disfrutar
de ese protocolo decimonónico y provinciano. Que haya reina y damas de la
fiesta vestidas de blanco como novias virtuosas, que esas muchachas
desfilen desde el ayuntamiento hasta el teatro del pueblo del brazo de
autoridades y escritores galardonados, en un cortejo que escolta la banda de
música y es vitoreado en su paseíllo por las gentes del pueblo, suena a parodia
berlanguiana. Pero así es y así viene siendo allí, sin demasiadas innovaciones
a lo que parece, desde hace casi sesenta años. Por lo que el sábado, acudiendo
como poeta premiado, como poeta que se tiene además por tímido patológico, y en
compañía del narrador que recibió el galardón, a su vez, en el certamen
paralelo de cuentos, vivió uno, para
pasmo incluso propio, con fascinación insospechada aquel semejante ritual
pomposo.
Nos recogió a las puertas del hotel la bibliotecaria.
Tan prudente como servicial. Y en nada estábamos en el ayuntamiento; y en nada
se lanzaba el chupinazo; y en nada desfilábamos por en medio de la
aglomeración, a los compases de los músicos. El alcalde acompañaba a la reina
abriendo la marcha, y muy cerca, el concejal de cultura, la mantenedora, el cuentista
y este poeta llevaban a su vera al resto de las damas. Nos aguardaba el
escenario, lleno de flores; el atril igualmente emperifollado; los sillones
escalonados por el atrezzo en los que debían sentarse las muchachas festejadas
conforme a una jerarquía electa de belleza y prácticamente engullidas por las guirnaldas;
el maestro de ceremonias, locuaz y expeditivo; y un auditorio lleno de gente,
donde se le habían reservado a las fuerzas vivas asientos preferentes —hasta un
senador vino a acomodarse junto al mando militar y los concejales de la corporación—.
La instantánea de cuando todos posamos para el respetable como el elenco de una
compañía circense que saluda a su público antes de comenzar el espectáculo, si
se hubiera tomado en blanco y negro, pasaría por una de esas fotografías que en
la sección de ecos de sociedad daban cuenta allá por los años cincuenta o
sesenta del siglo pasado, en los periódicos regionales, de alguna fiesta en los
salones de cualquier casino castellano peripuesto para el evento.
El speaker tenía voz de radio y tablas de veterano. Disertó
brevemente sobre la importancia de los libros, y los riesgos de las redes
sociales. Una suerte de homilía civil. Bienintencionada y con moraleja, como las
películas de los domingos a la hora de la siesta en la televisión pública.
Luego tomó la palabra el cuentista. Hubo suerte: el tipo era consciente de que
leer una narración de ocho páginas a palo seco, para ediles, autoridades
castrenses, repúblicos en horas extras y familiares de damas y reina de las
fiestas, podía menoscabar el ánimo celebrativo con que la concurrencia llegaba en
día no laboral, con la charanga callejera aún en vena y ganas irreprimibles de
inmortalizar a las jóvenes expuestas en el jardín rococó sembrado sobre el
escenario. Así que convirtió su cuento en una especie de monólogo de la
comedia. El argumento lo permitía: un enredo de identidades que, sobre el
papel, era una inteligente conjetura sobre el poder de sugestión de las
realidades imaginadas; pero que, en aquella improvisada versión oral, trufada
de morcillas divertidas, sedujo la atención del espectador y hasta relajó la
compostura aristocrática de las muchachas entronadas. El humor sin escarnio es
como el bálsamo de fierabrás, pero libre de efectos secundarios: pule sin dolor
las aristas de la vida.
Ahora bien, aun valorando el mérito discursivo de mi
predecesor, esa habilidad suya para granjearse la atención de tirios y
troyanos, me dejaba a los pies de los caballos. Defender unos poemas después de
una historia divertida no es tarea fácil. Así que, para enfriar cualquier
expectativa de continuidad en la humorada, y previa presentación de mi persona,
obra y milagros por el presentador del acto, me di al agua como después de una
travesía en el desierto. Sin saludar, con la displicencia más que del confiado,
del cohibido que finge una determinación impostada. Hidratado hasta las
trancas, agradecí lo agradecible en tal tesitura, saludé y para ganarme un
margen mínimo de tolerancia, anuncié que de todos aquellos papeles que llevaba
en la mano, había decido que apenas iba a leer unas pocas cosas, por no cansar.
No era un chiste, pero al menos era algo: reducía graciosamente el castigo que todos
se temían. Mis poemas son breves, no tienen rima y parecen muchas veces apuntes
de alguien que balbuceara sus incertidumbres. Pondré un ejemplo, algo que se me
ocurrió un día acerca de cómo se gana el humano su sitio bajo el sol: “Sobrevivir
en la defensa propia / menguando el universo: / una hormiga, otro hombre…”.
Para que quienes me prestaban atención no diesen por estafa esa especie de
aforismos apocados, me esmeré contextualizándolos con una explicación que era
mucho más extensa que el propio poema, lo que terminó por resultar
contraproducente por desconcertante. No obstante, todas esas nefastas
intuiciones sobre mi capacidad recitativa apenas si mermaron la apostura que
mantuve en la tarima gracias a los lexatines previos, el mejor de los recursos
literarios cuando se ejerce la juglaría a contrapelo. Una ayuda que no sabía a
ciencia cierta si me sería precisa para ese arranque de actuación, pero que
creía imprescindible para lo que venía después: el madrigal. Y es que entre los
requisitos a los que se debe el poeta en las Justas, el más ingrato, al menos
para quien no tiene la costumbre de estrofar
en clásico, es escribirle un madrigal a la reina de las fiestas a cambio de una
flor natural. Me llevó días y rubores, pero salí del trance, cuando llegó el
momento, con aplomo químico y unos versos pedestres, pretendidamente simpáticos
e impresos en papel verjurado, que la muchacha recibió, me temo, conmiserativa.
Titulé el despropósito, Madrigal o así.
Volví a mi asiento con la rosa. Pero la gente parecía satisfecha con aquella
visita mía al túnel del tiempo, en la que humildemente renuncié a cualquier
tipo de escrúpulo arrogante de escritor incorruptible y moderno; por la que
pisé el barro de la métrica musical y del elogio arrobado a la belleza femenina
patria. Y como no hay nada como sentirse querido, hasta empecé a ver con
mejores ojos aquel madrigal voluntarioso que recité con la teatralidad de un
medicado para la ocasión.
Todo lo que vino después me ubicó como en un reverso
situacionista: la acción revolucionaria, pero a la vez previsible de quien
juzga caduca una tradición, consiste en situarse en un plano de superioridad
moral respecto a los que la aceptan pasiva o activamente; mi situacionismo
irreverente consistió, por el contrario, en traicionar mis principios
acomplejados y pasármelo bien. Vamos, como Ninotchka en París.
Le tocaba turno a la mantenedora. En las justas
medievales era un caballero aguerrido el que mantenía con sucesivos combates la
plaza contra las incursiones de los aventureros. En las justas florales, el
mantenedor procura dejar el pabellón local en lo alto con un discurso que le
otorgue prestancia al evento. Se encargó de ello una profesora universitaria que
disertó, con conocimiento de causa y muy amenamente, sobre un escritor local.
Lo que no impidió que uno sólo memorizase apenas un dato de cuanto contó la
brillante erudita, que el pobre tipo se murió cirrótico.
Para finalizar, hubo de nuevo paseíllo por el patio de
butacas, con música, vítores y aplausos. Llevaba yo a mi dama colgada del brazo
la mar de pintureros ambos. E iba erguido a su lado como no recuerdo en mucho
tiempo. Y sonriendo sin motivo, pero con ganas. Que así llegué al hall del
auditorio, donde recibí parabienes y conocí a gente, y de donde nos llevaron al
comedor de la cena, al que tuvimos que entrar de nuevo guardando la formación
de gala: autoridades, mantenedora y escritorzuelos.
Cuando empezó el ágape, eran más de las diez, y
comimos, bebimos, charlamos y reímos hasta las dos de la madrugada. Y como en
las celebraciones donde el vino genera a cada copa fraternidades cada vez más sanguíneas,
allí fuimos, después de la media noche, uña y carne, desvelándonos mutuamente
vida y querencias, prometiéndonos correos y citas futuras, volviéndonos amigos
del alma al menos por el breve espacio de unas justas.
Al día siguiente, la flor quedó en la habitación del
hotel. En un vaso con agua. Quizás se la llevase a casa quien aseó el cuarto después
de irnos. Una reina sin trono.
Así que queda dicho: se premia en esa villa todos los
años un poemario (gracias al nuestro allí estuvimos) y una pequeña narración. Nada
más llegar a casa he buscado las bases del premio al mejor cuento. Habrá que
ponerse a ello. Sólo tengo esa posibilidad para volver del brazo de una dama a esas
justas literarias, para viajar en la máquina del tiempo.
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