El tránsito y
la herida
Emilio Amor
Ediciones Bajamar, 2017
Existen poemarios que responden a una intención original que se pone poco a poco en pie y a la que le otorga cuerpo el trabajo creativo orientado por esa finalidad que lo convoca y justifica, y hay otros poemarios, en cambio, que se articulan engarzando lo que el aluvión del genio creativo va trayendo sin más plan previo que la necesidad de darle cauce a lo que afluye. En este segundo apartado, sin lugar a dudas, se sitúa El tránsito y la herida. Un libro inspirado más que planeado; urgido por el talento imaginativo de un escritor para quien la vida tendría un horizonte demasiado estrecho sin las alas del arte. Por eso Emilio Amor recurre tanto a la pintura como a la literatura para sobreponerse al suelo rasante. Y a fe que lo consigue.
Para uno, que cultiva eso que bien puede denominarse poesía povera, tejida en y de cotidianidad, asomarse a un libro de Emilio Amor es siempre como celebrar un festivo en medio de la semana laboral o darse un capricho olvidando austeridades o dietas. A uno, que viene de la poesía inteligible (connotativa, claro, pero no desbocadamente connotativa), asomarse a un libro de Emilio Amor le exige renunciar al protocolo y reflexión racionalista y abondonarse al trance apoyando displicentemente los pies sobre la mesa por el tiempo exacto de la lectura (y hasta de la relectura). Porque esta escritura nace una querencia indisimulada hacia aquella vanguardia de principios del XX que puso en cuestión los límites del racionalismo y el sentido de su progreso (un paradójico progreso cuyos avances científicos y tecnológicos acarrearon el inesperado envés de una guerra mundial). En tal contexto de decepción aparecieron múltiples movimiento o "ismos", que estaban movidos por un objetivo común: la ruptura con las formas expresivas imperantes hasta entones (sentimentalismos vacíos, sensualidades ornamentales modernistas o hueras sonoridades métricas). La poesía buscaba una nueva dignidad.
Este y los anteriores libros de Emilio Amor beben de esas fuentes, practicando un evidente tributo a aquel imaginismo que confiaba en la imagen como medio de una expresión poética liberada de ataduras formales. Este y los anteriores libros de Emilio Amor evidencian una notable influencia surrealista en el flujo brillante de palabras y escenarios que tienen quizás un impulso consciente, pero cuya ligazón final viene auspiciada por un inconsciente poético que revela asentadas capas de muy concretas lecturas y visionados obsesivos de muy concretas imágenes pictóricas. De estas vetas se nutre, uno piensa, la creación de Emilio Amor.
No se está, entonces, ante una poesía que admita interpretaciones orientadas, puesto que más que ante un proceso comunicativo, nos hallamos ante un intento de comunión sensorial: se transporta al lector a un mundo literario, sonoro y visual, en el que se alienta a una percepción, más que del significado, de la belleza a que aspira toda obra literaria que no busca respuestas ni consuelo, ni es denuncia o diálogo reflexivo, sino, fundamentalmente, objeto artístico creado sobre las múltiples evocaciones que la palabra, por sí misma, es capaz de provocar.
Pues bien, llegados a este punto, quizás convenga preguntarse qué lector requiere la poesía de El
tránsito y la herida. Supongo que alguien no muy diferente al público propicio para el lucimiento de los hipnotizadores. Alguien con fe en que un reloj de bolsillo,
oscilando como un péndulo en el aire, le confisque la voluntad. No vetan estos versos la curiosidad de ninguna
mirada. Es más, incluso aquellos que puedan declararse desconfiados ante el decir suntuoso, aquellos que son más partidarios de la austeridad y de las
interpretaciones unívocas, pueden también sentirse seducidos por la manera de escribir de este poeta empeñado, sobre cualquier otro propósito, en ser brillante. Así que basta con que
atendamos fijamente al ritmo de estos versos igual que se atiende al ritmo de un oleaje de mar o de mieses, igual que se fija la mirada en las llamas de un fuego, como nos ensimismamos ante el reloj de un hipnotizador. A los reticentes los ganará pronto la causa. Los demás, lectores de Samuel Stawton y
ornitólogos de pájaros extintos, somos ya causa.
Dije una vez, en la introducción a una lectura
de Emilio Amor, que hay hombres que nacen antes de tiempo y tratan, como
pueden, de aproximarse al futuro que les estaba señalado. Julio Verne fue uno
de ellos y viajó en sus libros a la edad que, de verdad, le pertenecía. Y hay
otros que llegan a la vida mucho después de lo que hubiesen deseado. Por eso
estos últimos regresan a menudo sobre un rastro imaginario al mundo que
perdieron, pero al que no renuncian. Aquel Emilio Amor idealizado que fue
Samuel Stauwton habría conducido, con una mano en el volante y la otra aferrada a una petaca de plata con bourbon, el automóvil en que un foulard con maneras de serpiente estranguló a Isadora Duncan poco antes de que la diva
gritara “Adieu, mes amis. Je vais à la gloire “. Y de
una “gloire d´époque”, de una vanguardia de principios del XX, aquella
que puso en cuestión los límites del racionalismo y el sentido de su progreso,
de unos "ismos” que pretendían la ruptura con las viejas formas
expresivas, de aquella búsqueda de nueva dignidad para el arte, viene esta
poesía que confía sobre todo en la imagen como medio de una expresión poética
liberada de ataduras formales y que se inspira en un surrealismo liberador que
alumbró entonces una expresión reveladoramente enriquecida del mundo
interior de los creadores. Un tiempo entreverado de
decadentismo, de románticos y malditos, de dadaístas y mujeres fatales, de
pintores que se exiliaban en islas y boxeadores que escribían versos, de poetas
que traficaban con armas.
¡No pongas velas a los significados! y ¡No tengas miedo de los
significados!, son dos versos separados en el libro por muchos poemas, pero
constituyen una sola advertencia: debe repudiarse la religión de los prudentes.
El lector de El tránsito y la herida ha de aliarse, como el
propio autor, con la arbitrariedad significativa de lo que fue surgiendo sin
plan previo, de lo que se escribió por intuición y con oficio. Pero donde, aun
así, hay recurrencias a las que debe aludirse por poner en guardia sobre ellas
al lector y porque dan noticia de que también en los poetas más libres, en los
más predispuestos a ponerle voz a las urgencias del inconsciente, también
en ellos los asuntos universales de la literatura, del arte, son siempre los
mismos: el amor, el tiempo y la muerte. Quizás en este nuevo libro de Emilio
Amor estén mucho más presentes los dos últimos de los asuntos aludidos, que se
manifiestan ya desde el primer poema: “La vida transcurre / en primera
persona del singular. / De los meandros amarillos / hasta la esclusa blanca”.
Y que se expresan tan hermosa como sobrecogedoramente mucho más avanzada la
lectura en los versos: “Yo quise en mis plegarias postergar esa noche / en
que la muerte llega de puntillas / a revolver en los cajones de mi alma”.
Pero que son asuntos, en todo caso, ante los que se rearma afortunadamente la
esperanza en el final justo de la obra: “la vida se cuela intensamente
/ entre los poros de la piel y entre las venas”.
Hay, además, una circunstancia ambiental a
destacar que revela su protagonismo no sólo en este libro, sino en muchos de
los poemas que conocemos de Emilio Amor: el mar como escenario, que no sólo se
ofrece de telón de fondo, sino que aporta todo un atrezzo de caracolas, peces,
sirenas, garfios, pantalanes, gaviotas, barcos, malecones, ballenas, velas,
naufragios, playas o nombres propios como Sargazos o Adriático. Una mar que es
sobre todo compañía, espacio en el que se leen los posos de la vida y sobre el
que, además, y como en una enorme laguna Estigia, se navega hacia el más allá:
“Un día me iré desnudo / sobre el caballo blanco de los mares / a buscar el
Dorado. / Navegaré en las córneas de mi hijos, / como el bárbaro que irrumpe a
sangre y fuego / en los enigmas de la cristiandad. /Habrá viento en las velas
hacia ese sur ingrato / y no habrá quien espere mi anunciada llegada, / salvo
esa bella dama que nunca me olvidó”. Esa mar deja ver a veces, en medio de la niebla, el apunte de un barco vikingo, un esbozo que recuerda el reverso mismo de la tumba de Borges, en la que sobre una piedra tosca se dibuja, igual que en la portada del libro de Emilio, la eterna pero digna derrota de la nave sobre la que navegan las vidas valientes.
Soy, como queda dicho, parte de la causa:
lector entregado. Les invito por ello a que Vds. también lo sean y tomen
partido a favor de esta lectura luminosa, donde la tristeza se convierte en el
hilo dorado que engarza las bellísimas e inspiradas imágenes de este poemario cuya interpretación última no creo que pueda ser otra que la defensa de la sola fe profesada por Emilio Amor: la poesía. Y así lo dice en uno de sus poemas: “la función del poema fue mi fiel evangelio”.
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