Sangría
era un aficionado muy popular que en los setenta, antes de los partidos corría
las bandas de El Molinón portando una pequeña bandera rojiblanca bajo los
aplausos socarrones de los aficionados. Yo era socio infantil por entonces. Me llevaba
al campo un amigo de mi padre que aparcaba su Seat 850 por detrás de La
Asunción. Ocupábamos escalón en la grada este. Olía a puro, se vendían a las
puertas del estadio almendras garrapiñadas y en las cantinas botellines de
Fundador. Yo conocía a Sangría porque lo
veía a menudo por mi barrio, era de El Llano y parroquiano más que asiduo de
los bares de la zona. Vivía del pequeño sablazo consentido. Recuerdo que José
Manuel, aquel capitán educado y de fútbol sobrio, que fue luego gerente
deportivo y murió muy joven, era uno de
los patrocinadores menos reticentes del bueno de Sangría. Lolín, como llamábamos
los vecinos a José Manuel, también era del barrio y le gustaba ayudar a los
suyos. A Sangría lo encontraron muerto una mañana en La Campona, al lado del
viejo campo de Los Fresno. Aquello estaba por entonces sin urbanizar y los
charcos eran como cráteres de miseria. Sangría se ahogó en uno. Posiblemente
calló de bruces rendido por el alcohol y ya no pudo levantarse. A veces pienso
que la afición del Sporting tiene mucho de Sangría, pasea la bandera ebria de
ilusión antes de que empiece el espectáculo y se deja morir a la mínima a la
orilla del desencanto. Se acaba de
elevar a los altares a un jugador de la casa, Nacho, al que uno, de momento, lo
ve como un pelotero aseado y merecedor de continuidad, la que nos dará la justa
medida de su valía. La afición corre la banda portándolo en estandarte como
Sangría portaba su bandera. Si el guaje
termina por no cuajar, tendremos otro juguete roto y un nuevo charco donde
ahogarnos, aunque el PERI del Llano haya asfaltado hace años las viejas calles
de mi barrio y hoy sean casi el centro de la ciudad.
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