Allá por 2006 puso uno en la red una bitácora que llamó Los Diarios de Rayuela. Según la
definición de Martín López-Vega: “el diario tiene una ventaja sobre cualquier
otro formato que podamos elegir para la escritura, y es que en él son
utilizables todos los demás.” Ese era el
espíritu que inspiraba aquella aventura —que la inspira aún hoy, eso sí con
menos constancia— y el que a buen seguro inspiraba a otros muchos blogueros que
por entonces iniciaron una andadura parecida.
Entre ellos estaba —está, pues su página sigue más o menos viva—, Juanma
Hernández, que urdió lo que llamó El hilo
invisible con fotografías, viajes, comentarios sociales y literarios,
berrinches varios, reseñas y una especie de reflexiones, de inspiración casi aforística,
que llamó “nocturnos”. La lenta pero prolongada cosecha de aquellos nocturnos
está hoy compilada en el libro que presentamos, Cuando la noche te alcanza.
Aquellas bitácoras, la de Juanma, la mía, la de otros
muchos que hicieron del medio un canal de expresión y comunicación, fueron fértiles
durante un largo tiempo y al crecer en paralelo y favorecer entre ellas la
existencia de vasos comunicantes, propiciaron incluso la amistad entre sus
autores. Recuerda uno, por ejemplo, con especial cariño a Ismael Rozalén, Ernesto Baltar, a Enka
Salatti, a Manuel Jabois, al Señor de Portorosa, a Daniel Pelegrín, a Isabel
Parreño o a Miguel Sanfeliu. Algunos comenzaban brillantes carreras literarias
o periodísticas en esa época. A Juanma lo conocí personalmente en septiembre de
2007. Y así, según se transcribe, conté nuestro primer encuentro en Los Diarios de Rayuela: Una bitácora. Un comentario. Respuesta
afable. Se hace costumbre el sitio. Se vuelve a él como el asesino al lugar del
crimen. Tenemos huellas por todas partes. Atrevimiento. Hay una dirección de
correo en el perfil. Se manda un mensaje subterráneo. Atraviesa el trayecto
oculto a la vista de los demás. Llega sin mácula al otro lado. Complicidad.
Ciudades distantes. Y de repente un viaje que nos acerca. Y lo que era sólo el
perfil impreciso de alguien de quien sólo conocemos sus palabras —no la voz, no
su tacto, no su risa—, se convierte en una presencia hacia la que avanzamos
desconfiantes. Siempre asusta lo desconocido. Puerta del hotel. Hora de la
cita. Llego con antelación. Rodeo la manzana. La muerdo con pasos indecisos.
Dan las en punto. Lo reconozco. Avanzo con la mano tendida y la sonrisa franca.
Todo resulta fácil. El paseo. La conversación. La confidencia. Se hace de noche
en el muelle. Subimos al cerro. Abarcamos todo un paisaje oceánico en bonanza.
Toda una ciudad de luces recién encendidas. Cenamos. Sidra y pescado. Muy
lento. Entre bocado y bocado da tiempo para echarle argamasa a la amistad. Y
hasta de balompié se habla. Él recuerda a Cardeñosa, aquel tipo enjuto y
desgarbado del que no parecía nunca del todo creíble que pudiera jugar con tamaña
elegancia. Y recuerdo yo, por mi parte, a otro jugador donairoso que formó en
el mejor Sporting, Tati Valdés. Y un partido televisado de un sábado de los
años setenta. El campo embarrado. Las gradas casi llenas. Encuentro trabado.
Enfrente, la Real Sociedad. Y un tipo ancho, con el centro de gravedad bajo, de
escaso recorrido y un tiralíneas preciso en el borceguí desatascando en el
medio del campo aquel juego espeso. Hasta que alguien le entra con tan mala
fortuna que a Valdés se le va al suelo el peluquín. Risas. Y las cámaras de la
televisión retransmitiéndolo todo. Recupera el pelo como quien coge del suelo
un tapín embarrado de hierba. Lo lleva a su sitio. Pero siempre lo peor está
por venir. Al cabo de no más de cinco minutos, se vuelve al suelo aquella mata
despeinada de cabello ajeno. Tati pide el cambio. El Molinón guarda un silencio
respetuoso. No cabe duda, nos gustaban los peloteros. De vuleta al hotel la
ciudad está casi callada, las calles solas. Es día laborable. Y un par de tipos
que acaban, como quien dice, de conocerse rebañan la noche del mejor modo
posible, paseando y conversando.
Desde entonces nos hemos visto en un puñado de ocasiones.
Siempre con motivo de visitas de Juanma a esta ciudad, a la que sé que quiere
bien. Hace un tiempo me habló de la posibilidad de que sus “nocturnos” viesen
la luz en forma de libro. Cuando se propuso la empresa, ya había tenido mi amigo
Juanma, en compañía de Isabel Parreño, un éxito editorial importante con Miquiño
mío, una recopilación de las cartas entre doña Emilia Pardo Bazán
(siempre le ponemos el doña a la gallega, será por la contundencia de las
imágenes que de ella se conservan) y Benito Pérez Galdós, publicado por Turner.
Dar a imprenta los nocturnos constituía, sin
embargo, un reto mucho más personal. Era
la puesta de largo de las cavilaciones más íntimas. Tuve la fortuna de leer el
libro hace ya más de año, cuando sólo era un manuscrito y cuando su
título aún se mantenía fiel a la denominación que a esos escritos breves y
enjundiosos le había dado Juanma en su blog: Nocturnos. Y si bien
conocía parte de ese caudal reflexivo, el embalsamiento que el formato libro le
daba al conjunto, volvía más sólido, más importante también por la tenacidad
del esfuerzo, todo aquel engarce de escritos. Le comenté al autor las gratas
impresiones generadas por la lectura de
sus Nocturnos.
Le animé a que porfiase en la búsqueda de una editorial que sacase adelante el
libro. Afortunadamente ha sido posible y Cuando la noche te alcanza se
publica por la editorial alicantina Ediciones Tolstoievski.
Cuenta Gabriel Liceanu en E. M. Cioran. Itinerarios de una
vida (Ediciones del Subsuelo) que ya en su último internamiento, cuando
apenas podía andar, Cioran desapareció un día de su habitación del hospital.
Las enfermeras le buscaron por todas partes hasta encontrarlo dentro del
armario de su cuarto. Por explicación dijo que “estaba extenuado por haber estado paseándose horas enteras, en plena
noche y en una ciudad desconocida”.
No es poca la influencia que del autor rumano se adivina
en este libro de Juan Manuel Hernández. Por eso he querido hilar esa anécdota
del Cioran, ya enajenado por la enfermedad, pero que sigue buscándose en la
oscuridad de la noche, con este libro,
Cuando
la noche te alcanza, que tiene también por ámbito temporal, incluso
espacial (la noche es un tiempo y debido a su particular manera de borrar
perfiles, quizás también un espacio) ese territorio que pone fin a “la
frivolidad del día” y nos permite “saciar nuestra sed de dudas”.
Esa influencia, la de un autor como Cioran marcado por
una amargura sólo atenuada por la ironía, hace que el libro de Juanma Hernández
no sea una lectura recomendada a espíritus débiles. Apenas deja esperanzas. A
lo sumo, algún rastro de asideros. Uno sobre cualquier otro. Uno en el que podemos ampararnos. La música. Decía Cioran que “el papel de la música es
consolarnos por haber roto con la naturaleza, y el grado de nuestra inclinación
hacia ella indica la distancia a que estamos de lo originario.”. Pues muy cerca
debe de estar de la raíz, de lo auténtico, de lo originario, el autor de Cuando
la noche te alcanza, porque en pocos libros se transmite un amor tan
intenso hacia la música. La música misma estructura las partes del libro,
abriendo cada capítulo con una tesela de ese mosaico sonoro donde reposan los
únicos dioses a los que les tiene fe Juanma Hernandez, los buenos músicos:
Heinrich Schütz, Stevie Ray Vaughan, Lester Young, Genesis, Elis Regina y Tom
Jobim, Johann Sebastian Bach, Robert Fripp y Peter Gabriel, Wayne Shorter, Pink
Floyd, Georg Philipp Telemann, Mariza, John Williams, Paul McCartney, Gabriel
Fauré, Herbie Mann, Paco de Lucía, Trevor Jones, Concha Piquer, The Manhattan
Transfer, Al Stewart, Astor Piazzolla, Blind Faith, Return to Forever, Lizz
Wright, Frank Zappa, Maurice Ravel,
Billie Holiday o Led Zeppelin.
Y al pie de esas referencias capitales, los textos que
las honran.
La vida es, casi sin excepción, un
enorme y sofisticado estorbo para la música.
La música se cuela en nuestro interior
por resquicios inconcebibles, construyendo a su paso una emocionante red de
nuevos senderos neuronales. Por ellos transitamos luego, persuadidos de que la
belleza es una razón suficiente para vivir.
La música alcanza regiones de nuestras
entrañas que nunca rozarán las palabras, ni siquiera el mejor de los poemas.
Todos somos pura música, no me cabe
duda. Música transfigurada, furtiva, música ensortijada y tejida en imitación
de la carne. Con la música rememoramos nuestro origen, y es la música la que
saca de nosotros el fruto más sincero de nuestra existencia, el más real: el
instante, ese diminuto diamante de múltiples caras, esa luz tierna e
innecesaria, fugaz y a la vez eterna, esa aproximación conmovedora a la Nada
original.
Y cuando nos vamos muriendo, cuando
nuestros huesos cansa-dos anhelan el final, somos lo que somos según la música
que hayamos sabido conservar. Nuestros recuerdos más tenaces huelen a música, y
en ellos se oye un tango, la gravedad indefensa de un violonchelo, un rasgueo
de guitarra y una voz rota, una copla conmovedora de amores malogrados… Luego
llega la muerte y nos disolvemos en el aire. A la partitura que somos se le
vuelan las notas y los hilos del pentagrama, y como pavesas de incendios
honrosos, como vilanos, como semillas, caen y germinan en los desamparados
oídos de los que nos lloran.
Por su sustancia enigmática, la música
hace alusiones a la delicia de existir, pero también al disgusto de la muerte.
Concibe dioses conmovedores, fantasea rebeldías arrogantes que luego nuestros
suspiros se encargarán de desmentir.
La música invoca lágrimas, lágrimas
que luego se exponen en el museo de nuestras noches de dolor. Inesperada,
siempre concede un respiro a nuestros huesos. Acunado por su encanto, y junto a
los sonidos de la aventura, nunca cesa de reverberar en mis oídos la aventura
de los sonidos.
Cuando me siento perdido, cuando no
encuentro remedio, miro bajo mis pies y compruebo que la balsa donde floto no
está fabricada de madera, sino de música.
Esa música, el silencio, el recuerdo de quienes le dieron
la vida y la compañía de sus hijos son el cauterio con que el autor intenta
cicatrizar las erosiones que en su piel va grabando el ruido de la ciudad, la
vanidad de sus semejantes, los afanes estériles, las fes castradoras, la
injusticia humillante, la palabrería política, la amenaza de los cuarteles o el sufrimiento de los débiles.
Un cauterio que aplica en la soledad de la noche.
Reflexionando y escribiendo. Porque
como descubre Juanma Hernández: “La noche
acude a saciar nuestra sed de dudas con su vaso de agua fresca. Es el azogue
donde, sin previo aviso, nos encontramos con nosotros mismos… Únicamente en la
noche nos asalta la lucidez extrema que desvela los misterios de la vida. Por
eso entro en ella sediento de amor, como un viajero extraviado que halla un
oasis después de cruzar el desierto.”
Ese desierto no es tanto aridez como vacío. Cruzar el
desierto puede ser, por ello también, cruzar esa ciudad que el autor describe “entretenida mascarada, colosal y torcida,
protagonizada por un río de muertos que se atarean en nadas cada vez más
superficiales, en la pose de vivir, en la mentira prefabricada del día. Una
encrucijada de engreimientos. Una desmesura construida sobre un cenagal de
ficciones, donde sus habitantes se han hundido definitivamente en el lodo,
convencidos de la naturalidad de sus propios artificios”.
Cuando
la noche te alcanza libra
su particular batalla contra ese artificio, contra ese optimismo colectivo y
falso. “Escribir
—dice su autor— es en muchas ocasiones el
pasaje, el atajo que me devuelve a la realidad, una máscara de oxígeno que
impide que el contraste entre la euforia de los demás y este vicio de la duda
me ahogue. El optimismo impregna el aire que
respiramos, y escribir me sirve justo para no asfixiarme. Uso la escritura como
una máscara que suaviza el contraste entre el aire y mis pulmones, entre la
realidad y mi persistente inocencia.”
Aunque a Juanma Hernández seguramente no le plazca la analogía (es tan poco partidario de lo religioso, que incluso afirma que “el hombre es el único animal capaz de extraer una maldita religión de cualquier banal incidencia”), podríamos resumir lo que hasta aquí se ha comentado del libro recordando que se han identificado en él la divinidad (con forma y sonido de música), a los demonios (la ciudad, con su prisa y gregarismo, la vanidad y la palabrería, la injusticia, el estéril sufrimiento), dónde se hallan los consuelos (los hijos, la escritura, el silencio, la memoria de los ausentes) y cuál es la gran aliada en este bregar diario (la noche). Podríamos resumir, incluso, lo que es Cuando la noche te alcanza cediéndole la voz a Joan M. Martín, preciso prologuista del libro, quien afirma que se trata de “la obra de un solitario que busca refugio en la intimidad de su pensamiento”; o al propio Juanma, que dice de cuanto aquí ha recopilado que se trata de “pensamientos, reflexiones, descripciones de pequeños sucesos, quejas, sentencias, piezas entre el aforismo y el poema, entre la filosofía cotidiana y el grito”.
Uno añadiría, para finalizar, que pese al tono desencantado
de la obra, entre sus mismas páginas se alienta, casi clandestinamente, un
atisbo de ironía, casi de humor, que por unos instantes achica por la borda de
una humilde reflexión todo el mar de lágrimas contenido en estos nocturnos:
“Mientras me ducho caigo en cuántas
reencarnaciones debería sufrir para que todas mis lágrimas reunidas pudieran
competir en caudal con una sola ducha. ¡Es sorprendente cuánto sobrevaloro mis
tristezas!”
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