Hace unos días disfrutamos de El balneario de Battle Creek. Nos la prestó G., a quien le entusiasma, con razón, la película dirigida en 1994 por Alan Parker. En ella, uno asiste al desarrollo ágil de la historia y a la interpretación paródica de los personajes como si se representara la exageración fabulada de un relato vagamente real. Y sin embargo, todo ese cúmulo bien urdido de historias casi surrealistas tuvo cimientos ciertos. La comedia está basada en la novela The Road to Wellville, del escritor norteamericano T. Coraghessan Boyle y nos pone en la pista de un personaje singular, John Harvey Kellogg, inventor de los copos de cereales tostados, que comercializó tras convertirlos en parte importante de la dieta que les suministraba a sus pacientes en Battle Creek, un balneario situado al sur del estado de Míchigan. En la película, Anthony Hopkins interpreta en el film al Dr. Kellog, quien abogaba por un régimen alimenticio e higiénico basado en principios tales como la defecación sin represión; la templanza sexual, excepto para los propósitos reproductivos: "el sexo es la cloaca del cuerpo humano...", la dieta vegetariana estricta: "el consumidor de carne se ahoga en un mar de sangre..."; la abstinencia tabáquica: "el hígado es el único obstáculo entre el fumador y la muerte..."; y el evitar los colchones de plumas, las novelas románticas y, sobre cualquier otra cosa, la masturbación ("el asesino silencioso de la noche”, al que recomendaba combatir, en el caso de los hombres, “por medio de la circuncisión y sin anestesia, ya que el dolor debía tener un efecto saludable sobre la mente, especialmente si se conecta con la idea de castigo”; y en el de las mujeres propensas al placer solitario, a través de “la aplicación de ácido carbólico puro en el clítoris, un excelente medio para despejar la excitación"). Kellogg estaba convencido de que “el declive de una nación comienza con la complacencia en la comida”; y de que “el consumo de proteínas fomentaba la masturbación y hacía proliferar las bacterias tóxicas en el colon”; por ello, entre sus prácticas “científicas”, promovía remedios tan peregrinos como la aplicación de enemas de yogur. Esta terapia de las lavativas sedujo a personajes notables como John D. Rockefeller o Theodore Roosevelt. Pero la nómina de quienes siguieron las prácticas médicas del balneario de Battle Creek alcanzó también a George Bernard Shaw, Henry Ford o Thomas Alva Edison. Kellogg gestionaba en realidad una institución creada por los Adventistas del Séptimo Día como referencia del naciente movimiento naturista en Estados Unidos. Un lugar al que tuvo la ocurrencia —nunca hasta entonces se había aplicado la palabra— de denominar sanatorio (sanitarium), rebautizando así un balneario donde se procuraba remediar la autointoxicación provocada por la incapacidad intestinal para digerir las malas prácticas alimenticias que, según creía, eran la causa de casi todos los males, hasta el punto de que en Battle Creek se practicaba la gimnasia en pañales para que el paciente pudiera aliviarse cuando le viniera en gana. El poso de aquel exceso es hoy dieta aún de muchos desayunos. La película que lo narra, una delicia de cine divertido, una metáfora de lo obsesivo, una invitación al disfrute de todo lo que se tuvo por nocivo en Battle Creek.
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