Es el final de la tarde. Esa hora desubicada en que la noche del invierno se espesa y uno llega a casa con ganas de una cerveza. Con el deseo de proseguir la lectura que se dejó el día anterior al lado de la cama cuando nos venció el sueño. En la esperanza de acertar además con la banda sonora adecuada para estos instantes de sosiego. Elijo a Philip Glass, la música que compuso para The hours, aquella película en la que Nicole Kidman, interpretando a Virgina Woolf, alcanzó por única vez, que yo recuerde, la belleza inexplicable de los rostros imperfectos. Abro después La noche de los tiempos. Llevo leídas más de seiscientas páginas del último libro de Muñoz Molina. Lo sigo con cierta inercia. Sin pasión. Con respeto. Pensando, eso sí, en que no hay nada más difícil en todo arte que la precisión. Que no hay nada más difícil en toda existencia que las medidas. Las virutas que le sobran a lo que se talla nunca caen como la fruta podrida de los árboles. Quizás por eso me distraigo y dejo de leer. Y escucho por un momento con más atención la música de Glass. Envolvente, reiterativa, grávida como el vuelo de un insecto que se mostrara tan pronto torpe como grácil. Reparo luego en unos versos de Paco Velasco escritos en el marcapáginas con que señalo dónde dejo cada día mi lectura. Dices amor y dices noche. / Empieza con el canto de los gallos / y llega a las alondras / la palabra del hombre hacia el abrazo. Philip Glass, Muñoz Molina, Paco Velasco. Una música que nos echamos encima como una manta sobre el regazo. Una historia que se va construyendo en capas sucesivas como las pinturas obsesivas. Unas líneas irregulares y bellas que dejan adivinar en la distancia el perfil de todo poema. Presencias que me acompañan en el rincón último de la luz del día.
No hay comentarios:
Publicar un comentario