He leído la novela Ojos que no ven (Anagrama, 2010), de José Ángel González Sainz, con creciente interés a medida que avanzaba en sus páginas, admirado por su precisa y esmerada expresión, su cuidada estructura, su emocionada y alegórica trama. Cuenta, someramente, veinte años en la historia de una familia castellana que emigra al noreste de España. Tras quebrar la pequeña imprenta en que trabaja, Felipe Díaz Carrión abandona con su mujer, Asun, y su hijo de diez años, el pueblo y se emplea en una empresa vasca. En aquella tierra nacerá un segundo hijo. El relato describe el desarraigo del cabeza de familia y la progresiva degradación moral del hijo mayor, inmerso en la violencia del mundo independentista. Se desarrolla a través de tres etapas: el abandono obligado del ámbito rural, la despersonalización sufrida en un nuevo paisaje urbano, desolado, industrial y perversamente politizado, y el regreso final del protagonista a su pueblo, ya frisando la vejez y rotos los vínculos con su primogénito y con su mujer.
González Sainz, que nació en Soria, en 1956, y vive en Italia desde hace más de veinte años, pertenece a esa generación cuya juventud coincide con la recuperación plena de las libertades democráticas, justo en aquellos años ochenta en que por Europa se iba poniendo fin a movimientos terroristas como el de las Brigadas Rojas y en España, por contra, se jaleaban los atentados del País Vasco por vecinos, por no pocas fuerzas políticas y por una considerable porción del clero. De eso habla también el relato, que da cuenta de la coacción y de la cobardía, de la atrocidad y del miedo, sin explicitar demasiado lugares y nombres, como queriendo buscar en esa imprecisión, más que la crónica de unos determinados sucesos, el paradigma del sinsentido. Incluso el autor completa el círculo de la trágica historia reciente de nuestro país haciendo coincidir en su protagonista la condición de hijo de un ajusticiado por los falangistas en la guerra civil y de padre, a su vez, de un joven asesino etarra. Y es que los personajes, pese al entorno realista en que se mueven, alcanzan cierto carácter simbólico que se extiende, también, a los paisajes, a la vegetación y a los animales que la sobrevuelan. Así, tanto el camino de la aldea como el que lo lleva a diario en la ciudad hasta el trabajo, el beleño, el huerto o los alimoches, son metáforas simples pero afortunadas. Y los caracteres de los principales actores de la narración se constituyen también en arquetipos del hombre cabal (en el caso de Felipe Díaz), de la sinrazón (en el de su primogénito), del camuflaje acomodaticio (en el de Asun, la esposa) y de la sana tradición (en el del hijo menor).
Una novela a cuyas páginas finales se llega con el ensimismamiento que provoca lo que nos conmueve y emociona, lo que se escribe con la razón y las vísceras, pero sobre todo con el cuidado que debiera provocarnos siempre el uso de las palabras, al elegirlas y al medirlas.
González Sainz, que nació en Soria, en 1956, y vive en Italia desde hace más de veinte años, pertenece a esa generación cuya juventud coincide con la recuperación plena de las libertades democráticas, justo en aquellos años ochenta en que por Europa se iba poniendo fin a movimientos terroristas como el de las Brigadas Rojas y en España, por contra, se jaleaban los atentados del País Vasco por vecinos, por no pocas fuerzas políticas y por una considerable porción del clero. De eso habla también el relato, que da cuenta de la coacción y de la cobardía, de la atrocidad y del miedo, sin explicitar demasiado lugares y nombres, como queriendo buscar en esa imprecisión, más que la crónica de unos determinados sucesos, el paradigma del sinsentido. Incluso el autor completa el círculo de la trágica historia reciente de nuestro país haciendo coincidir en su protagonista la condición de hijo de un ajusticiado por los falangistas en la guerra civil y de padre, a su vez, de un joven asesino etarra. Y es que los personajes, pese al entorno realista en que se mueven, alcanzan cierto carácter simbólico que se extiende, también, a los paisajes, a la vegetación y a los animales que la sobrevuelan. Así, tanto el camino de la aldea como el que lo lleva a diario en la ciudad hasta el trabajo, el beleño, el huerto o los alimoches, son metáforas simples pero afortunadas. Y los caracteres de los principales actores de la narración se constituyen también en arquetipos del hombre cabal (en el caso de Felipe Díaz), de la sinrazón (en el de su primogénito), del camuflaje acomodaticio (en el de Asun, la esposa) y de la sana tradición (en el del hijo menor).
Una novela a cuyas páginas finales se llega con el ensimismamiento que provoca lo que nos conmueve y emociona, lo que se escribe con la razón y las vísceras, pero sobre todo con el cuidado que debiera provocarnos siempre el uso de las palabras, al elegirlas y al medirlas.
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