Me escribe Xuan Serandinas. Como tantas otras veces. Pero hoy transcribo su carta. Tiene algo de relato en nieblas. Se le ha muerto un familiar. Me lo cuenta.
Falleció dos días atrás. Ayer fue su funeral. Llevaba ya unos años ingresado en una residencia de ancianos. Desorientado. Con lo que parecía una consciencia limitada. Con escasa movilidad. Finalmente debió de llevárselo uno de esos males repentinos y, en su caso, liberador: quizás un infarto o un derrame cerebral. Cómo fijarlo en lo escrito de modo que al vover algún día sobre ello se tenga una imagen más o menos fiel de cómo fue. Se trata casi de un ejercicio literario. Pero un ejercicio casi íntimo en el que pesa la proximidad, la familiaridad —cierta, no metafórica—. Recurro al calificativo preciso, objetivo: digo temperamental. Sobre tan escaso bagaje puede cimentarse una biografía. Un conflicto permanente con la vida. Apreciada —mejor dicho, despreciada— permanentemente como agravio. Por eso tuvo escasos asideros: su mujer, que se alistó en la misma guerra —a sus órdenes o a las órdenes, nunca lo supe bien— y, ocasionamente, algunos familiares y amigos. Pocos y siempre en el punto de mira de su recelo. Por si acaso. El mundo le fue perro pronto. Como a tantos otros. Hay quien lo supera. Él nunca se lo perdonó. Ni al mundo ni a sus gentes. Cuestión de orgullo: otro rasgo objetivo. La subjetividad sería atreverse a decir que llegó a soberbia. Dejó mandado que no quería flores. Salvo las de su mujer. Un ramo escueto. Una vida juntos. Atrincherados. Me queda de él en el lado amable de la memoria algunos ratos de infancia, tratando ganado en ferias y establos. Rápido con las tijeras. Cuando el trato se sellaba se marcaba el pelo de la res. Se chocaban las manos. Se sellaba todo con un vaso de vino. Y aun en esas ocasiones, no le recuerdo apenas concesiones ni a la risa ni a la confidencia. Era áspero para no ser débil. Eso sí, debo ser justo, en un invierno despiadado, cuando yo era poco más que un niño, me llevó a una rapa das bestas. Estaba yo tiritando de frío y de emoción. Me acercó a una cantina y me pidió café de manga. El primero que yo tomaba así de negro, así de espeso, tan de gentes avezadas al trago amargo. Entré en calor. Toda la noche oi caballos cabalgar sobre el techo de mi cama. Insomne y extasiado.
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