viernes, febrero 28, 2020

Las libélulas sueñan con los ojos abiertos, de Emilio Amor

Las libélulas sueñan con los ojos abiertos,
de Emilio Amor

(reseña publicada en El Cuaderno)

Hay hombres que nacen antes de tiempo y tratan, como pueden, de aproximarse al futuro que les estaba señalado (cuánto escritor imaginó en sus libros una edad aún por venir que de verdad pensaba era la que le pertenecía). Hay otros, en cambio, que llegan a la vida mucho después de lo que hubiesen deseado. Estos últimos regresan a menudo sobre un rastro imaginario al mundo que perdieron, pero al que no renuncian. Emilio Amor hubiese pactado con el mismo diablo a cambio de conducir el descapotable en que un echarpe traicionero estranguló a Isadora Duncan apenas un instante después, por cierto, de que la diva gritara «Adieu, mes amis. Je vais à la gloire».  Era en Niza, en 1927. Y no lejos de allí, en Cannes, pero ya en 1965 los periódicos de la época daban la noticia de la muerte de Samuel Stauwton, fallecido en compañía de la Vizcondesa de Neully después de una viajera y azarosa vida. Stauwton había nacido en Londres en 1898. Estudió en Cambridge. Se trasladó a  París donde conoció a Paul Valéry, Cocteau, Proust y Gómez de la Serna. Tras morir su padre y heredar una considerable fortuna, viajó desde Egipto al Lejano Oriente. Se trasladó después a Nueva York, donde quedó deslumbrado por el jazz y por el cine. Visitó el Oeste americano, el Caribe y Sudamérica. Al finalizar la segunda guerra mundial, vendió su mansión y el negocio de té familiar, recluyéndose en Trieste para recuperarse de una dolencia de pulmón. Comenzó por entonces una irrefrenable decadencia que lo llevó a la ruina desde los casinos y las tabernas. En 1964 se casó con la vizcondesa de Neuilly. Un año más tarde, Stauwton y su esposa fueron encontrados muertos, abrazados y desnudos.

Gracias a las Crónicas de Samuel Stawton conocí a Emilio Amor. Aquel libro, apócrifo o robado, le valió el Premio Cálamo y se publicó en una edición hermosamente ilustrada por Miguel Ángel Bonhome. Sus siguientes publicaciones, Canciones de Amor en los Campos de Marte y Transgresión del Edén, siguieron la estela heterónima de Stawton.

Esa fijación por un personaje mundano, culto, amante canalla y poeta maldito, es la que siempre me ha llevado a creer que Emilio Amor hubiera deseado encarnar a un hombre así, en una época como aquella. Como no fue el caso, se aplicó en la heteronimia como sustitutivo. Dado, por tanto, que Emilio Amor no tuvo la fortuna deseada con su fecha de nacimiento, les aproximaré en un esbozo su verdad biográfica: Emilio Amor, pintor, escultor y poeta, nació en Gijón en 1955. En los años setenta actuó en las compañías de teatro La Máscara, La Caterva y Margen. Cofunda en 1981 el Gruva, grupo de arte vanguardista, con el que colaboró en Una cantata celeste. En 1999 gana el premio Cálamo de poesía con el libro Crónicas de Samuel Stauwton. Poco después creó la sección Ágora Libertina en la revista Ágora, dedicándoles espacio y culto en ella a Apollinaire, a Lautréamont, a Alfred Jarry, a Cocteau, a Anaïs Nin, a Georges Bataille, a Rimbaud, a Germain Nouveau, a Baudelaire, a Max Jacob, a René Char, al Divino Marqués, a Cravan, a Shelley, a Dylan Thomas o a Artaud. Toda una nómina de románticos, libertinos y vanguardistas. Todo un ejército de buscadores de belleza. Además, en 2013 Emilio Amor impulsó la creación del Colectivo de Artistas Extremófilos, que a lo largo de estos últimos años ha mostrado colectivamente su obra plástica en una veintena de exposiciones temáticas.

Decía Unamuno que el hombre es ante todo un animal de sentimientos. Uno de los más relevantes es el sentimiento estético, que tiene relación con el placer que produce la contemplación de objetos que consideramos bellos. Objetos, imágenes, palabras… que, siguiendo a los sofistas, no tendrían por qué ser útiles para transmitir belleza. Y que serán bellos cuando el canon personal aquilatado en la experiencia acumulada así lo decrete a nuestros ojos.

El canon estético de Emilio Amor rehuye cualquier compromiso que no sea el del placer sensorial. Por eso su poesía resulta impetuosa. Como de aluvión. Da siempre idea de estar escrita en días inspirados. Por eso sus versos producen cierta hipnosis en el lector. Son poemas levantados sobre imágenes apabullantes, propias de quien lleva en la memoria geografías emblemáticas, escritores fetiche y pintores que se relacionan con ese mundo creativo que le resulta tan querido al autor: un universo tributario del romanticismo y forjado en las vanguardias de principios del siglo XX.

Lo decía bien Emilio Amor en un poema suyo de hace tiempo:

Nunca se sabe qué nos deparará un nuevo poema.
Se parte del hallazgo y la sorpresa:
los primeros versos son los únicos
dictados por los dioses.
Y luego,
a través de los caminos cruzados de los sueños,
siempre se llega a un puerto desconocido.
Hay poemas redondos y asimétricos, nunca espirales,
pueden ser un aullido de dolor o un canto a la alegría,
el himno de una hazaña o una alucinación;
pero, desde luego, todo poema lleva inscritos
los miedos y las inquietudes del poeta.


Pero incluso en los poetas más libres, en los más dispuestos a jugárselo todo a la carta de una  belleza que persiguen en un mundo paralelo, de hombres arrojados, mujeres deseables, viajes sin retorno, mares confidentes, pájaros orientales y circos de serrín y trapecistas bohemios, incluso en ellos, los asuntos de sus creaciones siempre terminan recurriendo a los asuntos universales del arte: amor, tiempo y muerte.

La propia vida se cuela, se quiera o no, en todo lo que nos proponemos, para favorecerlo o para torcer sus renglones. Emilio Amor siguió, sigue, siendo fiel a su estilo. Pero hubo un momento en que su obra literaria no pudo sino traslucir la fragilidad de la existencia, el menoscabo repentino de la salud. Vinieron entonces Territorio perdido, El tránsito y la herida y Manual de pájaros extintos. Las referencias seguían siendo las de antaño, pero en los tres libros se empezó a intuir lo alegórico, e incluso en ocasiones, las menos, eso sí, se cedía hasta lo confesional:

Existir es claudicar cien veces:
los amores perdidos una tarde,
los trabajos forzados por necesidad,
los hijos que se alejan en aviones vibrantes
hacia un destino incierto y sin fronteras
y la salud mellada de los años.

Llegados a este punto, nos encontramos con una nueva entrega poética de Emilio Amor: Las libélulas sueñan con los ojos abiertos, editado por Bajamar, que supone, a mi juicio, un remanso en su poética. Las composiciones se aligeran. Se arroja por la borda el lastre más oscuro de las obras anteriores. Gana el blanco en los lienzos. El minimalismo en la pincelada. Y se pretende, aunque sin caer en la ingenuidad, un aire celebrativo. Venimos del miedo, aprendimos de él la vulnerabilidad propia y en un acto de gratitud por librarnos esta vez de un final anticipado, se canta la vida.

En Las libélulas sueñan con los ojos abiertos no hay libélulas. Sí jilgueros, buitres, vencejos, caballos, cetáceos, ruiseñores, jaguares, luciérnagas, gaviotas, lobos, mariposas, estorninos, lagartos, abejas, cuervos, palomas torcaces, camaleones… Pero no libélulas. Y sin embargo el título se justifica a si mismo: es una más, y una de las más bellas, entre las numerosas figuras literarias, en este caso una sutil personificación, que se encadenan en el poemario. Una concatenación de imágenes que, con ayuda de metáforas, alusiones o comparaciones, activan la imaginación del lector, que se dispone a recrear  mentalmente lo que lee construyendo una realidad paralela y profundamente sensorial, alzada sobre las evocaciones que la palabra, por sí misma, es capaz de provocar.

Un mundo que en este libro, además, está perfilado a través de pequeños trazos, de un modo mucho más liviano y elemental que en trabajos anteriores. Como si esa imperiosa necesidad de vivir el presente a que alude en el prólogo el propio autor, y que se simboliza en la corta vida de las libélulas, se reflejase también en el pulso de la escritura, intenso y mantenido a fogonazos de necesidad creativa.

De aquella inolvidable trilogía inicial de poemarios, a la que aludimos al comienzo, en que Emilio se embarcó a finales de los noventa de la mano del heterónimo Samuel Stawton, de aquellos primeros libros en los que el cosmopolitismo era santo y seña que daba paso a una expresión torrencial de referencias culturales y a una poesía que tenía, sobre cualquier otra propósito, la intención del deslumbramiento, llegamos después, como quedó expuesto, a una fase creativa (Territorio perdido, Manual de pájaros extintos y El tránsito y la herida) donde los reveses vitales se abrieron paso en los versos, que, sin renunciar  a su vehemencia habitual, a sus referencias constantes (las propias de quien se ha formado tanto en la lectura literaria, principalmente simbolista y surrealista, como en la contemplación de un riquísimo y variado universo pictórico, como artista plástico que es), traslucían  una fragilidad íntima muy conmovedora, que sigue inspirando Las libélulas sueñan con los ojos abiertos, donde, por ejemplo, leemos: «Vivimos casi siempre de prestado/ y hay glaciares inmensos/ donde perder la vida», «Aquí reinan la herrumbre y la fugacidad» o «Soy todo desolación y todo tránsito». Se mantiene, por tanto, esa consciencia de lo inevitable, de la derrota a que tarde o temprano estamos abocados, pero se alienta, al tiempo, más que un resquicio de esperanza, una voluntad de exprimir el instante: «El diablo me susurró al oído:/ Hoy la puesta de sol es como un magnicidio./ Debes amar sin límite esos cuerpos mojados./ Apenas queda tiempo/ para morir de éxito./ Es un gran día para volar». Esa es la aspiración, volar durante la escasa vida de una libélula, durante el aleteo de un pájaro que vence la gravedad que nos ata a la finitud que somos y para la que no tenemos respuesta: «No encuentro las respuestas en los astros,/ sino en la levedad de un aleteo».

Leer a Emilio ha sido siempre una fiesta, un exceso en la dieta, un capricho en la escasez, una visita a la casa del que tiene en sus paredes y sobre los muebles todo un muestrario de objetos bellos y apetecibles, de quien se acompaña de incensarios en ascuas, de quien cuenta viajes y oye música medio velado por el humo del tabaco. Así era cuando fue Stawton y así lo es en el trance, a veces hasta casi íntimo, de esta poesía última más personal, más concentrada, pero que ni aun en esta nueva apariencia se permite apenas el desliz de la austeridad: a Emilio le gana siempre el imperativo pirotécnico de la belleza alumbrada en las imágenes.

José Carlos Díaz

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