Se ha empleado a menudo la metáfora manriqueña del río como vida. Caudal mínimo que nace cristalino, corre impetuoso montaña abajo, se acrecienta en la experiencia de su curso, se remansa a medida que se acerca al final y termina muriendo en la desembocadura que lo mezcla con las aguas oceánicas —ceniza de todas las existencias—. Podría plantearse, sin embargo, otra forma alegórica de observación de las vidas: la escalera. No vigiladas como desgaste, sino como actitud. La del que tiene por horizonte siempre un peldaño superior y procura tomar distancia no con propósito displicente sino con propósito abarcador. O la de quien, por contra, prefiere hurgar el final subterráneo de los escalones y se enloda no por remango altruista sino por querencia al refocile. Volviendo a las figuras literarias, pueden, entonces, darse las paradojas de que haya quien esté llegando al delta de la vida y siga empeñado en alcanzar lo más alto de la escalera; pero también la terrible lástima de quien transitando por el curso rápido de su propio río descienda al tiempo con igual alegría hacia los peldaños más ínfimos.
Oigo a última hora de la noche las declaraciones de una política poseída por la verdad. Más madera. En la estación esperan las urnas. Se trocean con saña, en astillas, los rellanos más altos de la escalera. La caldera hierve. Se pierde altura. Me asomo luego al balcón a que me dé al aire. La noche viene cálida y calma. Al otro lado de la calle una muchacha se afana bajo la luz de una lamparilla en lo que parece una lectura de folios sueltos sobre los que toma notas. Un estudio que la obliga a levantarse de vez en cuando a consultar libros que extrae de una pequeña biblioteca dispuesta a sus espaldas. Al cabo de un rato, se asoma también a la ventana. Mira por entre los aleros. El cielo parece despejado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario