Es una película a la que con los años quizás se le haya ido poniendo un tono como de betún de judea (aquel potingue de los trabajos manuales de nuestra infancia que le daba a las arrugas de las cosas un aire de antigüedad noble pero espuria). Pero es una película que vuelvo a ver siempre que puedo porque, pese a su ambientación ochentera tan poco intemporal, se me ha ido convirtiendo en todo un clásico. La historia no es un dechado de originalidad ni su dirección demasiado sutil, pero todo lo puede un trío de actores espléndidos que tejen juntos una crónica urbana de tintes negros, de pasiones y amistad que hace de Melodía de seducción un film inolvidable. Son Al Pacino, Ellen Barkin y John Goodman. El primero dando vida a un policía de vida haraposa y querencias alcohólicas. La segunda elevando justo hasta lo inflamable la temperatura del negativo. Y el tercero poniendo como secundario de lujo ese contrapunto de humor y bonhomía que tan bien engrasa cualquier thriller. Cuando se rodó, venía Al Pacino de una temporada de teatro y de excesos. Quizás por eso dé también ese perfil perdedor y desorientado del que no se desprende en ningún momento el protagonista, Frank Keller. Nada mejor para volverse un actor de esos que se llaman de carácter que una inmersión en los escenarios interpretando a tipos de cuya vida turbia hay que empaparse a lo stalisnasvski. Pero para que este modelo de personajes, que son el rostro mismo de la derrota, no se conviertan en una caricatura, en trapos humanos que se bambolean sobre el taburete de un bar de mala muerte mientras pronuncian frases pretendidamente profundas, conviene que se adornen con precisas dosis de humor y que incluso se rían de su propia estampa en los espejos. Por eso, una de las escenas más memorables de la película es cuando Al Pacino, mirándose los pies como se mira una extravagancia, le muestra a la Barkin unos mocasines caros y llamativos que ella le había regalado y que son absolutamente impropios de un detective borrachín y de apariencia más bien adánica: ¡Mira, si hasta llevo tus mocasines puestos! —le dice en una de las más hermosas declaraciones de amor cinematográficas que uno recuerde—. Y es perfectamente comprensible que se declare como pueda a una mujer como la Hellen de Melodía de seducción. Una femme fatale que resulta serlo finalmente sólo en la imaginación de Keller, pero también, y por el mismo desarrollo de la trama, en la de quienes al otro lado de la pantalla confundimos gozosos su misterio y su tórrido celo con las maneras fatales de una Dietrich de Sternberg. En el pasillo de un supermercado de barrio, la breve escena en que la mano de Pacino se desliza sólo unos centímetros por encima de la rodilla de una Barkin que acude a la cita vestida nada más que con una gabardina negra y unos zapatos de tacón, resulta mucho más candente que todo un maratón de gimnasia pornográfica. Sí, tal vez Melodía de seducción no sea una obra maestra, quizás incluso no sea ni tan siquiera una gran película a juicio de quienes fijan cánones en el mundillo del cine, pero confieso que cada vez que Tom Waits interpreta su inigualable versión de Sea of love (título original del film) sobre los créditos que cierran la proyección, a uno le invade eso de lo que Borges habló en un poema escandinavo y que tanto tiene que ver con la dicha amenazada de los instantes: la nostalgia del presente.
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