Darse por vencido. Rencillas entre articulistas. Asuntos de ego que van y vuelven de un lado a otro como esas pelotas que Isner y Mahut se cruzaron en Winbledon en un partido que parecía no tener fin. Cuando se tiene la certeza de que la disputa será casi un frontón, que el quinto set puede alargarse hasta el día del juicio final, uno debiera darse por vencido. En casa nos buzonean los centros comerciales. Al correo electrónico, a la prensa diaria, a la tribuna política, llegan otros reclamos, argumentos que se pretenden pócimas definitivas. Justas comerciales unas, trincheras más o menos ideológicas otras. Fuego cruzado. Querencia por el enrocamiento. Darse por vencido no debe entonces humillarnos. Es preferible a cabalgar desesperadamente como el teniente John Dunbar en aquella sobrecogedora escena inicial de Bailando con lobos, cuando sólo cabía la abulia del frente, el suicidio del héroe o el anhelado destierro. Así que no nos pongamos trascendentes. Démonos elegantemente por vencidos. No pocas veces las pejigueras dialécticas en las que nos enredamos hasta dejarnos la piel como si fuera en alambre, tienen una verdad eventual tan volátil como la pelota de tenis de la que Woody Allen hablaba en Match Point: "alcanza a pegar en la red y por una décima de segundo puede seguir su trayectoria o bien caer hacia atrás. Con un poco de suerte sigue su trayectoria y ganas. O tal vez no y pierdes". La fortuna es eso. En la dialéctica diaria, las más de las veces no se toca red. El partido es infinito. Y los jugadores imbatibles. Démonos, repito, por vencidos y que jueguen los imbéciles hasta la extenuación.
viernes, junio 25, 2010
miércoles, junio 23, 2010
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Cita y contracita
Destesto el verano, el sudor de las suegras despatarradas por las arenas del circo de las playas, los arroces al sol, los pañuelos para el sudor.
Enrique Vila-Matas, Dietario voluble
Nada me complace más que acomodar la espalda en la roca de todos los veranos y apoyado en ella leer al sol clemente de la mañana. Atisbar por debajo del ala de mi sombrero el desnudo de las jóvenes que se desperezan bajo el cielo azul del paraíso. Oír las risas de los críos en la orilla como un rumor superpuesto al de las olas. Me espantan las playas concurridas. Amo esta cala recóndita, claustral y mundana.
Darío de R., Diarios
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