La memoria de los árboles
Concepción Sanfiz
Punto Rojo
Manuel Sanfiz Trigo. Doy con él noticia de un rastro. Porque la intención última de un libro es dejar rastro de su lectura en quien lo tuvo entre sus manos y se adentró en sus páginas. La intención última de La memoria de los árboles, de Concepción Sanfiz, es levantar un pequeño bosque de hombres, una humilde foresta de memorias dignas que no merecen el olvido. Y entre ellas, la más querida, la del propio padre de la autora: “…solo lo que se nombra existe. Por eso voy a dejar constancia aquí del nombre de mi padre: se llamaba Manuel Sanfiz Trigo, y así se seguirá llamando mientras haya un lector que lea estas páginas y luego pronuncie, despacio, su nombre en voz alta”. Pero en torno a esa figura paterna, y sobre el suelo fértil de Olba, se alzan también, igual de firmes, las vidas recordadas de otros cuantos buenos seres humanos. A ellos viene a hacerles justicia el libro. Al dirigirse a la narradora, lo dice bien Isabel —personaje que vertebra con sus evocaciones la trama central del relato—: “…muchas de esas estrellas que vemos hace tiempo que se han apagado. Pero, aunque estén muertas, su luz seguirá iluminándonos durante años. Eso es lo que has hecho tú: lograr que su luz siga brillando”.
Este propósito que creo que es el de la obra, se urde a través de la historia de una profesora que llega a un pequeño destino rural, la villa de Olba, desde el que intentando mantener vivo el recuerdo de su padre, del que quedó huérfana siendo niña, asume un compromiso emocional con ciertos personajes del lugar, cuyas vidas, en peligro de olvido, cree, con buen criterio, que merecen el esfuerzo de la remembranza y del testimonio. Cada uno de esos mundos individuales que se intentan salvar es un árbol, porque como los árboles todos “tienen la generosidad callada de los seres que hacen bien a los demás sin que se note apenas”. Y Olba termina por desvelarse como una tierra propicia para los árboles.
En estos tiempos de patrias arrojadizas, resulta conmovedor asistir a la creación de una patria mucho más humilde, íntima, permeable, de fronteras tan modestas como el caño de una fuente, la fábrica sólida de unas escuelas graduadas, el tapiz de unos pétalos de camelia o la cancilla de un lavadero en desuso. Una patria de olores: “el olor del ozono en el bosque, tras la tormenta; el olor a lejía de la iglesia, cuando las mujeres fregaban con gruesos cepillos el entarimado; el aroma delicioso y reconfortante del café, tostado en grandes bombos calentados sobre brasas a las puertas de los bares, y, entremezclándose con él a lo largo de las plazas y calles, el penetrante olor a estiércol de los días de feria, o el inconfundible perfume de la hierba recién segada, preludio del verano, o de la crepitante leña ardiendo en las cocinas, indicio del invierno”. Pero sobre todo, una patria de afectos: hacia y de quienes acogen a la profesora curiosa que indaga paisaje y gentes con la voracidad de un vacío en el alma que la persigue y que logra finalmente llenar en su destino con graves historias de desarraigo o exilio, pero también con pequeños y ocurrentes sucedidos. No son sino, en fin, los cuentos con que Scheherezade trata de engatusar al sultán Tiempo, ese cruel déspota que todo lo condena a la amnesia. Olba está llena de fuentes. El agua corre por sus calles, por sus praderías. La lluvia cae largamente a lo largo de todo el año. “Olba, lugar donde el agua está omnipresente, es, precisamente por eso, un paradigma perfecto del tempus fugit”. La literatura, dice, Concepción Sanfiz, “esta ansia de escribir, no es más que mi pequeño David contra ese colosal Goliat que es la propensión universal al olvido”. “No sabes cuánta soledad puede caber en una memoria que no encuentra recipiente en que verterse”.
Pero si la novela está construida desde el homenaje a hombres y mujeres modestos y entrañables que como Marcelo, casi protagonista del libro, sufrieron la expatriación de esa arcadia olbense que aún hoy sigue dando muestras de su belleza en campos, casas, perspectivas múltiples y breves jardines, la impresión global de cuanto finalmente se cuenta no es otra que la de estar, quizás contra la misma voluntad de la autora, ante la elegía del propio lugar, abocado, como el rastro mismo de sus mejores gentes, a la voracidad de la desmemoria. El párrafo que sigue, bellísimo y tan triste que a uno, que también sabe donde está Olba porque allí pasó inolvidables días de infancia, y porque allí reposan las cenizas de su padre, le llenó los ojos de esa humedad olbense que todo lo impregna; es, de un modo sutil, el desesperado esbozo de esa ruina dolorosa a que abocamos los pueblos con el abandono: “Cuando el invierno se vuelve benigno, o ante el más leve indicio de primavera, muchas de esas casas vuelven a convertirse en hogares. Algunas lo son de verdad durante los períodos vacacionales y eso confiere a su aspecto un tinte de expectación permanente, como si fueran enfermos de pronóstico incierto que confiaran en una pronta recuperación. También su recuperación es un espejismo: sus propietarios las habitan unas semanas al año; en el mejor de los casos, realizan en ellas unas mínimas tareas de mantenimiento y luego las condenan de nuevo al abandono hasta su regreso. Y sin embargo, en esos contados días en que el clima se vuelve benigno y casi nos convencemos de que existió la Arcadia, alguna vecina, encargada de cuidar de esas viviendas huérfanas, se apresura a ventilar sus dependencias, y se ve a las casas tan alegres de barruntar una próxima llegada de sus dueños, que da aún más pena contemplarlas de nuevo herméticamente encerradas en sí mismas, aparentando tan sólo una enternecedora dignidad tras la que se esconde el dolor de su vacío, la nostalgia irreprimible del tiempo en que fueron hogares. Pero también hay casas que no se ventilan nunca, ante las que me pregunto por las familias que un día las habitaron y hasta llego incluso a imaginarme a esas personas en torno a su hogar. Y entonces, el cadencioso sonido de un cencerro o el trino de un pájaro que celebra, como yo, esta tregua del invierno, hace que, por un momento, piense que esas gentes habrán oído sonidos idénticos en este mismo lugar”.
Las buenas intenciones no son nunca salvaguarda de una buena literatura (más bien adoquinan, según dicen, los infiernos), pero cuando con buenas intenciones se es capaz de hilar una prosa limpia y cuidada, un relato somero pero bien estructurado, una emoción sincera y contagiosa, cuando todo eso se ofrece a la vez, el placer de la lectura, entonces, se intensifica por la adecuada conjunción de estilo y propósito.
Concepción Sanfiz fue dichosa en su destino docente en Olba y ha sabido agradecer ahora, con este bello libro lo que Olba le dio durante aquel tiempo allí: “En teoría iba a Olba para enseñar Literatura Española. En la práctica, eso procuré hacer lo más dignamente que supe, pero para mí fue más importante lo que aprendí que lo que enseñé.” Si así fue, no se debió ello, cree uno, sino a la humildad con que la escritora supo acercarse a los olbenses, a su historia y a sus tierras. Desde ese respeto a los otros -en las antípodas de cualquier arrogancia-, desde esa altura discreta y atenta que mantuvo la profesora en Olba, hasta la pequeña hierba puede parecer al viento un oleaje y hasta las gentes más modestas, merecidos héroes de odiseas desconocidas.
Olba es ya, desde este libro, una patria cierta. El paisaje de un recuerdo sostenido sin menoscabo a lo largo de las estaciones. El asidero de algunas memorias nobles. Y, sobre cualquier otra cosa, el territorio fijado para siempre en un momento, entre lusco e fusco, en el que todavía cabe la ilusión de que nunca llegará allí la ruina, como acaso llegue, tristemente, al envés de su anagrama, Boal.