Sobre esa palabra, robra, escrita en fala, giraba el texto de Serandinas. Llegó como siempre por correo. Sin aviso. No atiende mi amigo a periodicidad alguna. Me escribe como de repente. Intuyo que me elige como si fuera un transmisor. Sabe que ante sus confidencias nada puedo. Las desvelo de inmediato. Me lo aproximan y con él a todo un ámbito, el paraíso perdido de dónde un día el ángel caído de la miseria arrojó a mis padres. Buscaban en la ciudad el pan que la tierra curiosamente les negaba. Y allí ha vuelto ahora, al cabo de los años, mi amigo del alma, que me habla de cómo se vive y de cómo se muere en la patria de mi sangre, en su elegido retiro. Hace unos días me cuenta que conversó con un anciano animoso del pueblo. Andrés tiene casi ochenta años. Son muchos pero los lleva bien. Desde hace tiempo gasta caderas de porcelana. Hay muchos vecinos con el mismo añadido a la cintura. Tengo al respecto una teoría. Lo cierto es que no la he comentado con nadie, pero siempre me ha parecido que todo se debe a la siega. Esta gente se ha pasado media vida segando con guadaña. Con un ritmo como de metrónomo sibilante. Girando el tronco casi una circunferencia entera. Prado arriba, prado abajo. Y eso debe de pulir el hueso. A mí me lo parece. Así que tarde o temprano renquean tanto que hay que cambiarles los rodamientos. Es buena solución esa ortopedia. Vuelven a caminar pronto. Pero se acaba la siega. Algunos compran ovejas o cabras. Limpian bien los campos. Andrés no las quiere por los frutales. Por los manzanos, los perales, los limoneros, los kiwis. Así que cada cierto tiempo paga unos jornales para que le rebajen la hierba crecida y el flequillo a los senderos. Siempre es un placer charlar con Andrés. Bienhumorado, paciente. Hay quien dice que esa chispa con que cuenta viejas historias se la aprendió al padre, El Francés. Un tipo rubio de ojos transparentes que nadie supo nunca a ciencia cierta de dónde venía cuando llegó al pueblo. Por entonces se construía la iglesia del lugar.
La iglesia la hicieron los bueyes. Durante años arrastraron el granito y la pizarra. Nobles. Lentos. Y en el belfo un aliento cálido. Se alzó lentamente el templo en lo alto del pueblo. Desde su atrio aún cae hoy la pradería valle abajo hasta el curso mismo del río. El caserío entonces era escaso. Estaba disperso. Rematada la obra, se subió hasta lo alto del campanario un ramo de laurel. Y para la robla se despeñó a los bueyes. Hubo comida abundante.
Tuve que buscar en el diccionario el signficado de la palabra robla. "A robra" en la versión de Serandinas.
3 comentarios:
Nunca hubiera imaginado el significado de robla o robra.
Había un tren que iba desde el norte de Palencia hasta Bilbao, un tren minero de carbón, llamado el tren de La Robla, me comentaban que al pasar por los túneles, si las ventanillas estaba abiertas, la cara y la ropa, terminaban negras.
Es probable que el nombre venga de ahí, al terminar el largísimo viaje, se agasajase al conductor del tren o a los pocos viajeros de un tren carbonero.
Gracias, me ha gustado saberlo.
Saludos
Luna, siento no estar de acuerdo contigo, la palabra se usa también en el norte de Cáceres sin relación alguna con trenes. Pienso que en la actualidad debe estar considerada como arcaísmo. Saludos.
En el caso del pueblo leonés, el nombre parece hacer referencia a la abundancia de robles. Sería pues un robledal. La robla o robra a la que se refiere Serandinas es un agasajo, una celebración que se realiza cuando se termina algo. Una obra o un trato. Y es ahí, en la propia finalización de un acuerdo por medio de un documento que le da validez donde ambos términos se encuentran etimológicamente. Pues vendrían del latín y su origen, en la palabra robur, tendría relación con la robustez, con la fortaleza, la firmeza. Por eso el árbol y el tratado se unirían en la connotación etimológica del significado: fuerza. Y tras el tratado que se firma, tras algo que termina con éxito -por ejemplo una obra-, suele venir después la celebración: "a robra".
Un abrazo a ambas.
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