Ayer tuve que ir al pueblo. Otro funeral. Uno se adentra en aquellos lugares como en un sueño. La realidad pierde contundencia. Se deslíe. Se viaja al país de los viejos. Todo va más lento. Se viven recuerdos imprecisos y antiguos. El mundo es una amenaza; la vida, casi siempre amarga; la soledad, un invierno. Viajé con mi madre. Cada vez habla más. No era así de parlanchina antes. Tal parece que los años la hayan vuelto distinta. Salimos de casa a las nueve. El día amaneció frío pero despejado. Poco tráfico. Llegamos al tanatorio a las diez y cuarto. Entramos en la capilla. Abrazamos a la viuda. Vestía de negro. Me dio la impresión de que llevaba demasiada ropa. Como si bajo su abrigo hubiera varias capas de prendas gruesas. Así que la cabeza parecía desproporcionadamente pequeña. En los últimos años recuerdo a esta mujer siempre con un rostro encarnado y velludo. Un tono quejumbroso. Un apariencia casi menesterosa. De su esposo me acuerdo ligeramente. Lo veo mucho tiempo atrás, panzudo y bien humorado. Salió el cortejo fúnebre en dirección a la aldea, casi treinta kilómetros al norte. Añadí mi coche a la caravana. Un eslabón más. Un nuevo anillo para la serpiente lenta que se arrastraba sinuosa por la carretera detrás de la cabeza negra, de ojos grandes y retinas de flores. Daba tiempo a irse fijando en todo. En el paisaje otoñal. En el río encajonado y oscuro. Desde algún recodo, incluso en el mar, que se veía azotando la costa. Enérgico y airado. El cauce que fluía por debajo de la carretera iba, por el contrario, plácido y negro, tanto que bien pudiera ser que al llegar a la desembocadura aquellas aguas diferentes fueran rechazadas y quedaran embalsadas hasta que el océano se calmase. Contrastes. La marejada. El curso lento del río. El día luminoso. Los árboles todavía otoñales que mecían hojas de bronce. Me viene a la memoria –este ritmo demorado me lo permite- que circulé por aquí hace dios sabe cuántos años atrás y el bosque ardía. Se quemaba todo abandonado a su suerte, al final previsible de toneladas de leña barata camino de la papelera apostada justo en el tramo final del río, alentando un humo agrio con olor a repollo cocido. Conducía entonces mi padre. Siempre algo más rápido de lo prudente. Conduzco yo ahora y no queda otra que seguir esta procesión lenta. Da tiempo más que a mirar, a observar incluso. El bosque se ha repoblado. Ahoga los caseríos. Trae el jabalí hasta las puertas. Pongo la radio. María de Medeiros canta bosanova. A mi madre le vienen los recuerdos. Dice que mi padre era un golfo de chaval. Le divierte desvelármelo ahora. Al cabo del tiempo. Cuando no hay peligro. La vida ha pasado. Aquellos fueron pecados de juventud. Bien los purgó después con mucho trabajo y durante tantos años. No hay peligro porque aunque se lo cuenta al hijo, poco o nada pervivió en él de aquel muchacho canalla. No hay peligro porque, además, yo ya soy también casi un viejo. Y el muerto, como los salmones, cauce arriba. Hasta llegar al pozo, al terruño. Pasando por la casa en la que no entrará ya más. Un caserón grande al borde de la carretera. Abajo hubo siempre cantina. De las de suelo de madera, con ultramarinos y bar, con café de manga y piensos en el almacén, algo de ferretería, algo de droguería y hasta de artículos merceros. A última hora de la tarde se reunían allí unos cuantos. Vino o anís. Cartas a veces. Olor a sudor rancio, estiércol, pasto o leche agria. Nunca hubo televisión. Ni falta. Y ahora, al pasar el cortejo al lado, reduce la velocidad. Casi se detiene. Aunque la puerta está cerrada. Las ventatas también. Incluso casi todas las persianas bajas. Por qué se detiene. El coche siguiente es el de la viuda. El de los hijos. Este gesto debe de estar clavándoseles en las ijadas. Dan ganas de tocar el claxon y poner en marcha el tráfico. El pueblo es casi nada. La plaza tiene iglesia y tiene ayuntamiento. Como todas las plazas. Un antiguo casino. Lo que fuera el primer banco. Unos arces pelados. Hay mucha gente en los alrededores del templo. Dejan paso. Se abre el portón del coche funerario y sacan el ataúd de madera clara. Antes de meterlo adentro, le brilla el sol un momento sobre la gran cruz de la tapa. Aparco donde puedo. Entro por un lateral de la iglesia. Me tengo que arrimar a un hueco de la pared. Está todo lleno. El cura carraspea mucho. Cantan las viejas. Las siguen el resto. Hoy, Señor me has mirado a los ojos, sonriendo has dicho mi nombre. En la orilla he dejado mi barca, junto a ti buscaré otro mar. Y pienso que no le falta razón a la letra. Porque luego volverá el cadáver sobre su rastro, bajará el río de nuevo, hasta el crematorio, que está en la costa misma. Y la metáfora de siempre será la verdad de hoy. Mientras tanto noto que se me enfrían los pies. Busco entre la gente por ver si veo a algún rostro familiar. Cuánto anciano. Me dan la paz, la doy. Saco unas monedas cuando las niñas pasan la bandeja petitoria. Va terminando todo. El sacerdote recuerda a qué hora será la misa sabatina. Los funerales de la semana. Los oficios preceptivos. Casi parece un corte publicitario. Están a punto de despedir al cadáver del templo. Uno de esos últimos trances que tanto sobrecogen a los deudos. Y justo entonces hay un pequeño y preciso tablón de anuncios oral. Me pregunto si nadie repara en la inconveniencia del hecho. Cantan de nuevo. Tú nos dijiste que la muerte no era el final del camino, que aunque morimos no somos carne de un ciego destino. Aprietan las tuercas desde todos los lados. Hasta la banda sonora se aplica en la labor. Y rompen las costuras. Y salen las lágrimas. Qué remedio. Se hace el pasillo. Los voluntarios cargan con el féretro. Detrás salen los más próximos. Desde la sombra a la luz, entre la gente, con el estribillo del último himno escarbando la herida. No sigo. Que lo acompañen ellos al horno. Dos horas de fuego. Dos horas de enfriamiento. Eso dice alguien cerca de mí. Es casi la una. Me da por pensar en que los familiares del muerto tendrán que comer. Que quizás lo hagan mientras arde. Que lo harán con la mirada perdida. Que los más fuertes quizás detallen gestiones pendientes, trámites burocráticos, asuntos de intendencia. Entre bocado y bocado, se consolarán con la mecánica de la supervivencia. Recupero a mi madre. Conversaba con gentes que hace tiempo que no ve. No hay mejor sitio para recobrar la pista de amistades antiguas que un entierro. Reconociéndose entre las desfiguraciones del tiempo. Compadeciéndose de su paso en los achaques comunes, en las pérdidas compartidas. Emprendemos el regreso. La vuelta a casa. Río abajo. Mi madre guarda silencio. Pienso que a menudo se trata de explicar la vida a través de las metáforas, sin reparar siquiera que la vida se hace a sí misma en ellas.
21 comentarios:
Me ha gustado mucho, DR. Muy tranquilo.
Un abrazo.
Como mínimo esto se merece una ovación... o una ronda de algo (de lo que quieras). Qué buen rato he pasado leyéndolo. Iba montado en las frases como si fuese contigo y con tu madre en el coche serpenteante, curva tras curva, imagen tras imagen, recuerdo tras recuerdo.
Este "breve" se extiende hacia los confines de la memoria. Yo ya no pienso olvidarlo.
Has inmortalizado esas imágenes y esos pensamientos. Y eso es muy muy difícil... Esto no es cualquier cosa, aunque lo leamos con la facilidad de un clic.
Un abrazo.
"Y el muerto, como los salmones, río arriba".
Qué grande... Lo he vuelto a leer (a ritmo lento, como el coche, con las curvas) y me ratifico: que nadie piense que esto es un texto más de la Red, gratis y al alcance de la mano. No.
Aplausos (muchos). Muy hermoso
Un abrazo
Es un texto precioso. Viajé contigo todo el texto, muy despacio, contemplando el paisaje, compartiendo sensaciones.
Gracias.
Me ha traído hasta aquí un comentario de conde-duque y no puedo estar más de acuerdo con él.
Que texto más maravilloso.
Un saludo,
X.
Gracias Porto. La tranquilidad del texto es mérito del río (y del cortejo fúnebre, me temo).
Conde, ya queda dicho donde corresponde cuánto le satisface a uno ese entusiasmo que le pones a todo, las palabras a través de las que se explaya, el generoso post que ha generado. Siente uno no tener en estas ocasiones el mismo nervio expresivo para el agradecimiento. Pero no por ello es menos intenso.
Alexandrós, la intermitencia de tu bitácora me hace suponer que sigues atareado. Por eso agradezco especialmente que te pases por aquí y que además me lo hagas saber.
Anónimo, anónimos así (valga la redundancia) siempre son bienvenidos.
Xavi, habrás comprobado ya que la amabilidad de Conde le lleva a exagerar en el halago. De cualquier modo, muy honrado por tu visita y comentario.
Un fuerte abrazo a todos.
También yo he venido desde conde-duque. Y ha merecido la pena. Su entusiasmo no es sino la posición adecuada ante este texto.
Ha sido un placer leerlo, primero deprisa y luego despacito.
Enhorabuena
AH! pero estoy en un blog? Acabo de aterrizar de ese vuelo literario que me ha llevado por las güerias y los cauces de rios turbios. He acompañado algún cortejo desde Mieres al cementerio (civil) y he visto esos abrigos "menesterosos" y esas "costuras" desbordadas de llanto. ¡Qué bien lo cuentas! esto es más que literatura. Es BUENA LITERATURA con mayúsculas y generosidad. Gracias por regalar tus palabras a unos desconocidos (hablo por mí).
Un enorme beso.
Este texto es una marvilla. Un verdadero gusto, la verda.
Un abrazo
Lo he leido varias veces y he recorrido el camino en el coche y con tu madre. De verdad, me gusta mucho.
Saludos
Nan, gracias por su visita. Tener como agente a Conde-Duque es casi como tener a la Balcells.
Lula, tengo contigo una deuda. No creas que la he echado en el olvido. Me puse con el meme justo cuando me lo propusiste. Quise hacer algo digno y creo que me alargué en exceso. Lo tengo en la nevera. Reposando. Quizás cualquier día de estos...
Gracias por tus palabras.
Raquel, el gusto es poder recrearnos con esas fotos tuyas. Qué hermosos paisajes. Qué ganas de compartirlos.
Luna, ojalá tus viajes te lleven algún día hasta Serandinas. Verás que por allí la tierra tiene algo mágico. Y las palabras que hablan de ella salen casi solas.
Un fuerte abrazo a todos.
Tan auténtico que hasta lo hago mío.
La misma cantinela, un parecido recorrido, la inevitable confidencia dentro del recuerdo...
Hace pocos años visité a un buen amigo en una aldea cercana a Verín (Ourense)... el mismo colmado-cantina-droguería-etc. con el mismo piso de madera.
crei estar allí yo también
Qué buen pasaje. Qué buen relato.
El texto al ritmo del cortejo fúnebre. Las frases breves, cortantes, manteniendo una distancia que incrementa su efectividad. Y es muy visual. Y fiel al consejo de Nabokov sobre la importancia de los pequeños detalles.
Enhorabuena DR.
Un abrazo.
Haces bien, forastero. Lula Fortune nunca olvida. ;)
Pau, este relato está ambientado en un territorio fronterizo entre Asturias y Galicia. Quizás por ello hayas entrevisto en sus líneas un ambiente o unos lugares que despertaron esa evocación tuya. Gracias por esa atención fiel que les dispensas a estos Diarios.
Occam, supongo te serán también a tí familiares estos paisajes, estas costumbres. Primos hermanos dicen ¿no?
Miguel, muy agradecido. Ya sabes que valoro mucho tu opinión. Y tu compañía.
Lula, si llego a saber que me tienes entre los morosos me hubiera disculpado antes.
Un fuerte abrazo a todos.
Portentoso relato -lo de menos es que sea real o no- , le deja a uno algo transido, por su efectividad y su ritmo hipnótico. Con tu permiso, lo recomendaré en mi blog.
Francisco: lo primero transmitirte que es una satisfacción saberte de nuevo plenamente en forma, escribiendo en tu blog y visitando otros; y lo segundo, gracias por tu comentario, viniendo de alguien que disecciona siempre de modo tan inteligente lo que lee, me ilusiona especialmente que esta pequeña crónica de viaje te haya complacido.
Un abrazo fuerte.
Me ha encantado este relato. Lo he vivido paso a paso, solo que imaginado en mi entorno. Estas cosas son en todos sitios igual y hace solo cuatro días pasé por ello.
Es la primera vez que paso por aquí y creo que lo haré más veces.
Saludos
Gracias por su visita, Casa Encendida, y por su generosa lectura.
Un cordial saludo.
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