(Notas del sábado, 15 de marzo de 2008)
Después de desayunar tomamos rumbo al Jerte. Subimos el puerto de Honduras. No recordaba ya lo angosto de su calzada. No son más de las diez. Está fría aún la mañana. Y sin embargo, andan por las veredas de estas rampas iniciales muchos caminantes que gustan, parece, de la proximidad de la naturaleza, del aire limpio, hasta del frío. Los robles están desnudos, desvalidos. El suelo es una alfombra mullida de hojas ocres, sucias, húmedas, embarradas. Cuando tan sólo llevamos ascendidos unos pocos kilómetros se nos cruza una autocaravana que va camino de Hervás. Tan ancha que casi nos tira monte abajo. Los pocos claros que deja el bosque permiten ver el valle. Empieza a iluminarlo el sol. Brillan los muros blancos de las casas. Espejea el agua en el pantano de Baños. Esa misma luz empieza a serpentear entre los troncos afilados de Honduras. Tiene una solidez moldeable. Suficiente como para golpear en los ojos con el brillo de una joya y como para vadear el ramaje hasta ganar los cada vez más escasos rincones umbríos del lugar. Se hace largo llegar a la cima. Arriba todo está más desnudo, el paisaje ha perdido definitivamente la frondosidad que tuvo durante casi todo el trayecto de la ascensión. Bajando ya hacia el valle empezamos a pasar al lado de las terrazas cultivadas. De los primeros cerezos en los que aún no vemos flor ni brote alguno. Y sin embargo, unos instantes después, llegando ya casi a la carretera que transita el Jerte, descubrimos en un recodo que en la otra vertiente, donde ya calienta el sol, los cientos de árboles que de repente se nos vienen a la mirada sí que lucen flor y están blancos, como escarchados. Nos detemos, nos fotografíamos con ese fondo de postal japonesa.
Nos acercamos hasta el pueblo de Jerte. Lo paseamos largo rato. Junto al río. El día es espléndido. También lucen hermosos los naranjos, que son abundantes en los huertos del pueblo. Se vende licor de cerezas, aguardiente de cerezas, plantones de cerezo. Todo el valle vive de la cereza. En Cabezuela aparcamos antes del puente. Buscamos en el entramado del caserío el trazado de lo que fuera su judería. Hemos leído que la iglesia que se levanta en medio y en lo alto fue sinagoga. En ella hay hoy boda. Y viste la gente con una elegancia pueblerina, con un endomingamiento algo grotesco. En Navaconcejo compramos pan y nos llegamos hasta la calle a la que todas las guías remiten, la de los balcones de castaño superpuestos. Por allí también se levantó una fábrica textil que fue la más importante del contorno. Hoy es casa de cultura. Los niños juegan un rato en la orilla del río. Asoman entre sus aguas canchales pulidos, redondos. Desde ellos vimos cómo se tiraban los bañistas cuando por aquí anduvimos en nuestro viaje anterior. Antes de visitar Plasencia, buscamos dónde comer. Encontramos un comedor de grata presencia en la misma carretera. El Regino. Muchos comensales y sin embargo atento y rápido servicio. Compartimos migas, zorongollo y embutidos. Luego cada uno pide el plato que le place. El lechazo está sabroso. Lo regamos con vino de la Ribera del Duero. Bebemos prudentemente. Queda camino aún por recorrer.
Llegamos a primera hora de la tarde a Plasencia. Bromeo con mi mujer. Mira a ve si ves por algún lado letrero o anuncio de Gráficas Rozalén. Aparcamos cerca de sus murallas. Accedemos por la Puerta de Trujillo y caminamos hasta las Catedrales. Las visitamos. Hermoso claustro. En su patio dan sombra y aroma los limoneros. Es de transición del románico al gótico, con arcos apuntados y bóvedas de crucería, pero con columnas y capiteles de clara tradición románica. Una de las sorpresas más agradables del templo es su antigua sala capitular, convertida en capilla de San Pablo, cuya torre gallonada, llamada del Melón, tiene un abovedamiento bizantino similar al de la Torre del Gallo de la Catedral de Salamanca, al de la Catedral de Zamora o al de la Colegiata de Toro. Desde las arcadas del claustro se ve a las cigüeñas. Tienen nido sobre los tejados de la catedral. La sobrevuelan. Crotoran.
El paseo nos acerca después a la plaza mayor, que es alargada y levemente pendiente. En su parte superior se levanta el coqueto ayuntamiento de traza renacentista, con una torrecilla a la que se agarra de mala manera el abuelo Mayorga, que golpea desde su atalaya y a ritmo de campanadas las horas de la villa. Uno conoce poco el lugar, pero cree intuir que debe de ser aquí donde más vida tiene Plasencia, desde donde late. Terrazas soleadas, tránsito de gentes, callejuelas donde se mezclan las viejas tiendas provincianas y las franquicias de nuevo cuño. A los niños con la buena temperatura y el sol primaveral les entra el antojo de unos helados. Los comen con gusto mientras nos adentramos en el laberinto de rúas que las murallas envuelve, fijándonos en casonas y palacios, paseando lo que fuera judería, que anda próxima al actual Parador y antiguo convento dominico que patrocinaran los condes de Plasencia y donde cuentan se asentó la primera universidad extremeña.
Decía Álvaro Valverde, a propósito de su ciudad, que Plasencia es “una ciudad, conviene recordarlo, fundada en 1186 por el rey Alfonso VIII bajo el lema Ut placeat Deo et hominibus (para que agrade a Dios y a los hombres); dispuesta, por cierto, a la medida de un hombre, como querían los clásicos. Ni las megalópolis inabarcables en que se han convertido Tokio, Nueva York o Shangai, ni el pequeño pueblo o la aldea donde a uno, por lo reducido del espacio y de la convivencia, se le antoja la vida complicada. Una ciudad, en suma, para ser paseada (por el flâneur de Benjamin); donde las distancias no nos exceden, ni por defecto ni por exceso. Tal vez por eso escribió Musil que “a las ciudades se las conoce, como a las personas, por el andar”. Eso procuramos durante las horas que anduvimos por allí, andarla gustando de esa escala suya tan acogedoramente humana.
Antes de irnos, compramos una torta del casar. La cenamos después acompañada de un rioja Ostatu que J. se había traído desde casa. Qué buena compaña. La del queso y el vino, la del pan de Navaconcejo, la de nuestros amigos en la noche, conversando alegre y confiadamente durante largo rato.
Después de desayunar tomamos rumbo al Jerte. Subimos el puerto de Honduras. No recordaba ya lo angosto de su calzada. No son más de las diez. Está fría aún la mañana. Y sin embargo, andan por las veredas de estas rampas iniciales muchos caminantes que gustan, parece, de la proximidad de la naturaleza, del aire limpio, hasta del frío. Los robles están desnudos, desvalidos. El suelo es una alfombra mullida de hojas ocres, sucias, húmedas, embarradas. Cuando tan sólo llevamos ascendidos unos pocos kilómetros se nos cruza una autocaravana que va camino de Hervás. Tan ancha que casi nos tira monte abajo. Los pocos claros que deja el bosque permiten ver el valle. Empieza a iluminarlo el sol. Brillan los muros blancos de las casas. Espejea el agua en el pantano de Baños. Esa misma luz empieza a serpentear entre los troncos afilados de Honduras. Tiene una solidez moldeable. Suficiente como para golpear en los ojos con el brillo de una joya y como para vadear el ramaje hasta ganar los cada vez más escasos rincones umbríos del lugar. Se hace largo llegar a la cima. Arriba todo está más desnudo, el paisaje ha perdido definitivamente la frondosidad que tuvo durante casi todo el trayecto de la ascensión. Bajando ya hacia el valle empezamos a pasar al lado de las terrazas cultivadas. De los primeros cerezos en los que aún no vemos flor ni brote alguno. Y sin embargo, unos instantes después, llegando ya casi a la carretera que transita el Jerte, descubrimos en un recodo que en la otra vertiente, donde ya calienta el sol, los cientos de árboles que de repente se nos vienen a la mirada sí que lucen flor y están blancos, como escarchados. Nos detemos, nos fotografíamos con ese fondo de postal japonesa.
Nos acercamos hasta el pueblo de Jerte. Lo paseamos largo rato. Junto al río. El día es espléndido. También lucen hermosos los naranjos, que son abundantes en los huertos del pueblo. Se vende licor de cerezas, aguardiente de cerezas, plantones de cerezo. Todo el valle vive de la cereza. En Cabezuela aparcamos antes del puente. Buscamos en el entramado del caserío el trazado de lo que fuera su judería. Hemos leído que la iglesia que se levanta en medio y en lo alto fue sinagoga. En ella hay hoy boda. Y viste la gente con una elegancia pueblerina, con un endomingamiento algo grotesco. En Navaconcejo compramos pan y nos llegamos hasta la calle a la que todas las guías remiten, la de los balcones de castaño superpuestos. Por allí también se levantó una fábrica textil que fue la más importante del contorno. Hoy es casa de cultura. Los niños juegan un rato en la orilla del río. Asoman entre sus aguas canchales pulidos, redondos. Desde ellos vimos cómo se tiraban los bañistas cuando por aquí anduvimos en nuestro viaje anterior. Antes de visitar Plasencia, buscamos dónde comer. Encontramos un comedor de grata presencia en la misma carretera. El Regino. Muchos comensales y sin embargo atento y rápido servicio. Compartimos migas, zorongollo y embutidos. Luego cada uno pide el plato que le place. El lechazo está sabroso. Lo regamos con vino de la Ribera del Duero. Bebemos prudentemente. Queda camino aún por recorrer.
Llegamos a primera hora de la tarde a Plasencia. Bromeo con mi mujer. Mira a ve si ves por algún lado letrero o anuncio de Gráficas Rozalén. Aparcamos cerca de sus murallas. Accedemos por la Puerta de Trujillo y caminamos hasta las Catedrales. Las visitamos. Hermoso claustro. En su patio dan sombra y aroma los limoneros. Es de transición del románico al gótico, con arcos apuntados y bóvedas de crucería, pero con columnas y capiteles de clara tradición románica. Una de las sorpresas más agradables del templo es su antigua sala capitular, convertida en capilla de San Pablo, cuya torre gallonada, llamada del Melón, tiene un abovedamiento bizantino similar al de la Torre del Gallo de la Catedral de Salamanca, al de la Catedral de Zamora o al de la Colegiata de Toro. Desde las arcadas del claustro se ve a las cigüeñas. Tienen nido sobre los tejados de la catedral. La sobrevuelan. Crotoran.
El paseo nos acerca después a la plaza mayor, que es alargada y levemente pendiente. En su parte superior se levanta el coqueto ayuntamiento de traza renacentista, con una torrecilla a la que se agarra de mala manera el abuelo Mayorga, que golpea desde su atalaya y a ritmo de campanadas las horas de la villa. Uno conoce poco el lugar, pero cree intuir que debe de ser aquí donde más vida tiene Plasencia, desde donde late. Terrazas soleadas, tránsito de gentes, callejuelas donde se mezclan las viejas tiendas provincianas y las franquicias de nuevo cuño. A los niños con la buena temperatura y el sol primaveral les entra el antojo de unos helados. Los comen con gusto mientras nos adentramos en el laberinto de rúas que las murallas envuelve, fijándonos en casonas y palacios, paseando lo que fuera judería, que anda próxima al actual Parador y antiguo convento dominico que patrocinaran los condes de Plasencia y donde cuentan se asentó la primera universidad extremeña.
Decía Álvaro Valverde, a propósito de su ciudad, que Plasencia es “una ciudad, conviene recordarlo, fundada en 1186 por el rey Alfonso VIII bajo el lema Ut placeat Deo et hominibus (para que agrade a Dios y a los hombres); dispuesta, por cierto, a la medida de un hombre, como querían los clásicos. Ni las megalópolis inabarcables en que se han convertido Tokio, Nueva York o Shangai, ni el pequeño pueblo o la aldea donde a uno, por lo reducido del espacio y de la convivencia, se le antoja la vida complicada. Una ciudad, en suma, para ser paseada (por el flâneur de Benjamin); donde las distancias no nos exceden, ni por defecto ni por exceso. Tal vez por eso escribió Musil que “a las ciudades se las conoce, como a las personas, por el andar”. Eso procuramos durante las horas que anduvimos por allí, andarla gustando de esa escala suya tan acogedoramente humana.
Antes de irnos, compramos una torta del casar. La cenamos después acompañada de un rioja Ostatu que J. se había traído desde casa. Qué buena compaña. La del queso y el vino, la del pan de Navaconcejo, la de nuestros amigos en la noche, conversando alegre y confiadamente durante largo rato.
5 comentarios:
Buenas tardes:
algunas de las zonas pensé que las conocía, he debido confundirme, es todo nuevo y diferente...
Otra mirada " Por el Jerte"
¿Ya están los cerezos florecidos?
Saludos
Luna
1Qué buen viaje!
Un abrazo
En casa también nos gusta mucho hacer ese tipo de recorrido. Son viajes así los que se te quedan por dentro, el sabor a tierra, gente y amigos empapándote, y la certeza de sentir la satisfacción de cada momento vivido.
No hacen faltas muchas fotos con esa narración tan maravillosa.
Gracias a los tres por la visita y los comentarios.
Quedan por contar otros días, otros lugares, otros itinerarios. Pero ya es bastante, y bastante extenso, me temo, lo hasta aquí traído.
Que queden las restantes notas en mis diarios y en la memoria quede la dicha de este modesto pero intenso viaje.
Un abrazo.
Pues a mi me gustaría seguir leyendo...
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