Otro “lunes al sol” —aunque hoy sea en realidad miércoles—. Pese a que las doy por bien cundidas, siempre cree uno que podría aprovechar todavía mejor estas mañanas sin trabajo. Pero la pereza gusta de ponerle palos a las ruedas. Debe reconocérsele, no obstante, que a cambio nos brinda no pocos buenos ratos de ensimismamiento dulce, de esos como cuando nos arrebujamos bajo las mantas en los días fríos. Pero la muy artera consigue a menudo retenernos a su lado más de lo conveniente, como esas madres absorbentes que para que no se les vayan los polluelos son capaces de ponerles lastre en las alas. En todo caso, paseé largo y sin prisa. Cuando salí a la calle aún estaba la helada desprendiéndose a desgana de la tierra, como clara de huevo. Salió luego el sol y pese al frío daba gusto caminar con un aire tan limpio y transparente.
Saqué algunas fotos en blanco y negro de los árboles desnudos. Saturé el color sin embargo al acercar la lente a las últimas hojas de cobre que resistieron el final del otoño. Finalmente me senté en una terraza a tomarme un café bajo la luz esplendorosa del mediodía. Leí durante un buen rato. Volví a casa por el Muro. Le encontré a la playa unas tonalidades de pintor acrílico y demasiado alegre. Caprichos de las mudanzas climáticas que dan últimamente, incluso por aquí, más motivos sorallescos que tamices propios, de esos que singularizaron los pinceles de Valle o de Piñole.
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