En la determinación de la sonrisa como gesto irrenunciable de un carácter, hay un olvido de difícil perdón: el de la conciencia.
Cantar con los amigos es un placer alegre y euforizante. ¡Qué pena dan los afónicos de espíritu!
N. diseñó hace ya unos años un pequeño y hermoso libro para zurdos. Quién sino un zurdo hubiese tenido tal consideración. Una pequeña caja negra y lacrada abierta por su lado izquierdo. Y en su interior, dos plaquettes: El libro de las horas, de Juan Ignacio González, y De entre las ascuas, de un servidor. Se ha reeditado ahora y sigue siendo una extrañeza para las manos y un placer para la vista. Un poemario para zurdos. Para minorías. Y sobre todo para amigos, que son siempre la más selecta de las minorías. Estos que a continuación transcribo son dos de sus poemas. En el primero, Juan I. González recuerda una humillación de su infancia como niño emigrante (sus padres lo dejaron un día al cuidado de una vecina recelosa de aquellos sureños morenos que llegaban a su país a ganarse la vida como podían). En el segundo, uno hace memoria.
Ayer viaje a T. Calentaba allí un sol tibio. Leí afuera sobre la mesa de pizarra. Una laja irregular y apacible al tacto. Me fui luego caminando más allá de los molinos. El sendero estaba tapizado de hojarasca. El ruido de los pasos ahuyentaba a los pájaros. Me detenía a ratos a mirarlo todo. Panorámica del silencio. De los verdes cuajados. Del arbolado todavía invernal. Castaños, robles, abedules, avellanos. Cielo azul. Aire transparente. Anda el bosque aún desnudo y si se aplica el ojo al ramaje, como un zoom de muchos aumentos, se fija en la retina la confusión de un pollock monocromático; de un osario acumulado y revuelto. Sin embargo, en el viaje había descubierto con alegría los primeros brotes primaverales. Mimosas y tojo. Amarillos intensos. Y una luz clara y seca sacándole brillo incluso a las sementeras. Al día le engarcé esas y otras cuentas: un arroz sabroso en compañía, el lomo dócil de los perros guardianes, dos abubillas tras un laurel, un petirrojo arrogante y un halcón que volaba confiadamente bajo. Y todo lo repaso a la noche como si sobara un tasbih de huesos pulidos, los de unos frutos en sazón hurtados al paso del tiempo.