El sábado lucía el sol en Corao. Muchos años atrás Madoz describió ese lugar como "un ameno vallecito en la carretera que desde el interior de la provincia conduce a la de Santander; con clima templado y sano. De veintiséis casas de mediana fábrica, con muchas fuentes de buenas aguas, y dos ermitas dedicadas a San Nicolás y a Santa Rosa de Viterbo. El terreno es de superior
calidad, y se haya fertilizado por los ríos Güeña y Chico, que se reúnen más abajo de la población; en sus riberas se crían hermosos álamos y grandes alisos, habiendo en otros parajes multitud de castaños, abedules y otros
árboles que proporcionan sitios de comodidad y recreo. Produce trigo, escanda, maíz, habas, toda clase de legumbres y frutas, excepto el limón y naranja que no prosperan a consecuencia de los hielos; hay ganado vacuno y, algo de cerda,
caza de perdices y liebres; y pesca de excelentes truchas. Industria: la agrícola y un molino harinero.” El idílico enclave y la cercanía de la alta montaña llevaron a Frassinelli a fijar su residencia allí. Escribe Alejandro
Pidal que para el alemán «su verdadero teatro eran los Picos de Europa, Peña Santa, la Canal de Trea, los gigantescos Urrieles asturianos. En ellos se perdía meses enteros, llevando por todo ajuar
un zurrón con harina de maíz y una lata para tostarlo al fuego de la yerba seca, su carabina y los cartuchos. Vino no lo bebía: bebía agua en la palma de la mano; carne, sólo la del rebeco que abatía el certero disparo de su escopeta
y cuya asadura tomaba sobre la misma lata al mismo fuego. Dormía sobre las últimas matas del enebro que avecinan la región de las peñas y las nieves.”
Desde el viejo castañar que se levanta a orillas del Güeña parte la Ruta
Frasisenilli, un camino que lleva hasta el lago Enol y de allí al Pozu del
Alemán, escondido rincón junto al río Pomperi donde cuentan que se bañaba el
romántico vecino de Corao. No llegamos hasta tan lejos, pues andábamos sólo de
paseo y no de esforzada marcha, pero sí que la senda nos acercó a la iglesia de
Santa Eulalia de Abamia, enclavada en un hermoso paisaje, custodiada por tejos
centenarios y protagonista de un rico devenir histórico. El Marqués de Monsalud
la describe como sigue en 1905: “A la
mitad del camino, entre Cangas de Onís y Covadonga, á una legua de cada una de
éstas, álzase la pequeña construcción sobre una extensa pradera rodeada de
verdes lomas, dominando, desde su altura, la pequeña villa de Corao. Compónese
el templo de una sola nave, habiendo sido objeto de transformaciones sucesivas,
y aun cuando supónesele, generalmente, construido por el rey Pelayo, fácilmente
pudiera datar la primitiva fábrica de la época visigótica. Monasterio de Abelania
le nombra la crónica albeldense, y, en efecto, hacia el año 737 parece se
estableció en el mismo una comunidad de monjes bajo la regla de San
Benito. El templo compónese de una sola
nave, ostentando, en su estado actual, los caracteres del estilo románico. Es
de sillería que, ennegrecida por el tiempo, presenta aspecto de venerable
antigüedad. Divididos exteriormente sus muros por robustos contrafuertes, corre
por la parte superior una vistosa hilada de canes que representan cabezas
humanas, de bichas ó de dragones sosteniendo la sencilla cornisa. La puerta
lateral, de arco de medio punto, compónese de dos bocines, ó arquillos, que
descansan sobre columnas pareadas, ocupando su tímpano curiosísimo bajo relieve
que representa el infierno, viéndose en él buen golpe de diablos que sostienen
sobre el fuego una caldera, de la que asoma una cabeza, fiel representación,
según el vulgo, de los eternos suplicios de don Opas el traidor. Le da á estos
muros alto sentido de respetabilidad la circunstancia de haber sido primitiva
sepultura del cristiano caudillo, glorioso triunfador de Covadonga.”
De
vuelta a Corao, tomamos el vermú en una terraza soleada y tranquila, frente a
los castaños que se levantan junto a ribera del Güeña. Seguimos luego ruta
hasta Asiegu. Comimos al aire libre en la sidrería de los hermanos Niembro, geólogo
uno y geógrafo el otro, que permanecen enraizados en su tierra, cuidándola,
dándola a conocer y viviendo dignamente de ella. Nos dieron a probar, entre otras viandas, un cabrales de
curación larga, al que llaman Teyedu, que resultó primoroso. Bebimos
sidra Pamirandi, de los pomares del pueblo. Se mantuvo una charla franca y alegre
a resguardo primero del sol y, a medida que avanzaba el día, de la brisa fresca
de las alturas. Por bajar la comida, se paseó luego hasta el mirador de
Udaondo. Se iba echando poco a poco la
niebla sobre la montaña. Ocultaba el Urriellu. Enfriaba la tarde. Caminamos un
rato por los alrededores, hasta alcanzar un prado verdísimo, salpicado de
gamones y en el que pacía el ganado como dispuesto para una postal, como fijado
para la memoria de estos viajeros que tuvieron la ocasión feliz de compartir
el día y sus descubrimientos.
2 comentarios:
Siempre los he llamado asfódelos y no conocía "gamón". Bellas fotos y bello texto, como siempre. Te sigo leyendo.
Un abrazo
Creo que también la llaman "Vara de San José". Luce hermosa así florida en el verde de los prados. Gracias por tu acompañamiento, Paco, y un fuerte abrazo.
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