En el reducido espacio de su carlinga, a la
altura de un dios menor, Saint Exupery se convenció de que lo esencial era invisible
a los ojos. Pensaba tal vez en la vida microscópica sobre la que el mundo se
levanta. Tal vez en el tenaz castigo con que el tiempo se ceba en lo íntimo
contra todas nuestras defensas. Tal vez en el amor, el odio y el sabor agridulce de los frutos que, tarde
o temprano, la vida nos acerca a los labios.
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