Desplegó entre las manos
un abanico de naipes.
No sonreía.
Nunca suele hacerlo en balde.
Mantenía tan sólo
un descuido de alegría
a un lado de la boca.
Elegí una carta
que él no pudo ver.
Barajó luego el mazo entero.
Lo posó en la mesa.
Junto a sus cuadernos,
al lado de su viejo diccionario de inglés.
Ábrelo, me dijo.
Allí estaba, para mi asombro,
la carta elegida.
Creo que se sintió bien.
Había engañado sin remordimientos
a su padre.
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