REMIOR, Verano de 2014
Pese a las licencias del poema que da título a este cuaderno, mi convalecencia en Remior no se debió a más heridas que las mermas propias de esta edad por la que uno ya transita —que empieza a ser, me temo, un perdido campo de batalla contra el tiempo—. Es, en cambio, rigurosamente cierto que yo caminaba en esos días renqueante y que por eso, aunque la playa no estaba lejos, me suponía un enorme esfuerzo alcanzarla a pie. Fue un verano desapacible, en el que los extensos arenales próximos presentaban muchas tardes un aspecto desolado, como de fin de estación.
Mi obligada inmovilidad y esa avara luz de los cielos de Remior propiciaron una escritura pausada e introspectiva: el breve inventario de una existencia que, como todas, se va recogiendo poco a poco sobre si misma en un circulo imaginario que, en mi caso, ha sobrepasado ya los ciento ochenta grados.
En la pequeña casa rural donde se fueron pergeñando estos versos, a donde llegaban los olores del mar y de los establos, el rumor del oleaje y de los maizales, algo de sol de vez en cuando y una brisa siempre fresca, leer y escribir fueron convirtiéndose en un confortable hábito de silencio.
En ese recogimiento, estos poemas procuraron asomárseme dentro y escribirse sin impostura alguna, diciendo de lo que vieron con la misma simplicidad que la del escenario donde se gestaron: un jardín en el que un hombre, con más de cincuenta años a sus espaldas, pergeñaba sin prisa versos a lápiz en un cuaderno apoyado sobre una mesa de granito y al aire limpio de un pequeño pueblo con playa.
CONVALECENCIA EN REMIOR,
de José Carlos Díaz,
decimotercera entrega de la colección de poesía
Cuadernos "Heracles y Nosotros",
se terminó de imprimir en Gijón
el 21 de marzo de MMXV.
Convalecencia en Remior
Poco más de seiscientos metros
desde el jardín hasta la playa.
Un trayecto de asfalto mellado,
olor a establo y casas de temporada.
Al fondo un verano esquivo,
un arenal inabarcable y,
más que el mar, un océano.
De mañana la brisa
peinaba las dunas
y golpeaba las ventanas
hasta despertarnos.
A la noche, una luz azul,
suturada en faroles,
difuminaba lenta
los contornos de la costa.
Fue después de la guerra
y yo estaba convaleciente.
Una bala perdida
me había atravesado el pie
y cojeaba como un tullido.
Tenía tiempo para pensar,
caminaba con bastón
y me había olvidado de la prisa.
Filias
No hay dolor que llague tanto el alma
como el dolor de nuestros hijos:
las fiebres de su infancia,
la embriaguez de su edad sin norte,
el desánimo que los vence,
la vigilia cuando fracasan,
el amor si los abandona
y el tiempo que se empeña
en hurtárnoslos para siempre.
No hay alegría que nos devuelva tanta vida
como la alegría de nuestros hijos,
aunque siempre nos parezca
amenazada y poca.