Aunque no sea un entusiasta de los juegos de palabras, al menos de los propios —reparan demasiado en el reflejo y se desentienden del azogue, esa agua negra de la conciencia que debe ser la materia final de todo lo que con algún valor se escribe—, el título del último libro de Xuan Bello me da pie para un fácil retruécano: ha pasado ya a formar parte de las cosas que a uno le gustan, Las cosas que me gustan.
Una nueva gavilla de asombros, sabidurías, viajes, de calas, en fin, de la memoria que tienen en común el celo de un escritor por los vacíos que todas esas dichas dejan cuando se nos escapan, el celo por la presencia de sus ausencias (como así queda dicho en el texto El fardel de la memoria que abre este libro).
La obra entera de Bello parece seguir aquella máxima de William Blake a la que aludía en Los cuarteles de la memoria: “El poeta es el que sabe ver el universo en un grano de arena”. Las pequeñas porciones de sus versos o de sus narraciones así lo vienen atestiguando. La universalidad que un día le otorgó a un pequeño rincón del mundo llamado Paniceiros lo confirmó definitivamente. Xuan Bello lleva toda una vida intentando hacer realidad aquel deseo que le confesó su bisabuelo moribundo: “Estaría bien hacerse con un mapa que nos permitiera vernos por la ventana”. Su literatura fija así lo imposible, convertir la pasión por la vasta cartografía del mundo en un precipitado interior de paisajes y gentes localizado en la propia memoria de la infancia.
La obra entera de Bello parece seguir aquella máxima de William Blake a la que aludía en Los cuarteles de la memoria: “El poeta es el que sabe ver el universo en un grano de arena”. Las pequeñas porciones de sus versos o de sus narraciones así lo vienen atestiguando. La universalidad que un día le otorgó a un pequeño rincón del mundo llamado Paniceiros lo confirmó definitivamente. Xuan Bello lleva toda una vida intentando hacer realidad aquel deseo que le confesó su bisabuelo moribundo: “Estaría bien hacerse con un mapa que nos permitiera vernos por la ventana”. Su literatura fija así lo imposible, convertir la pasión por la vasta cartografía del mundo en un precipitado interior de paisajes y gentes localizado en la propia memoria de la infancia.
Me gusta lo que Xuan Bello escribe porque tiene una respiración de orejero, de lectura al gris húmedo que cuela por las cristaleras el cielo de esta tierra avara en sol, de compás de filandón. Sus días luminosos son días añorados, sus viajes no tienen vocación panorámica sino pulsión de tacto, sus lecturas no trepan nunca la cara norte, sino que ganan altura modestamente, de solana en solana. Y porque en sus páginas se mira siempre al mundo a través de un poso de niebla del que nunca se redimirá quien entre el aliento del East River no vio perfilarse al puente Brooklyn, sino al de Bustavil, aquel donde Paniceiros se convierte en agua.
“La niebla es, más que un estado atmosférico, un sentimiento del alma”, escribía Xuan Bello en su Historia Universal, en una cita que uno tomó prestada como arranque de su última novela con la misma decisión que se toma un camino de incertidumbres, con fe, la que se le tiene a los escritores que nos van siendo, al cabo de los años, imprescindibles.
“La niebla es, más que un estado atmosférico, un sentimiento del alma”, escribía Xuan Bello en su Historia Universal, en una cita que uno tomó prestada como arranque de su última novela con la misma decisión que se toma un camino de incertidumbres, con fe, la que se le tiene a los escritores que nos van siendo, al cabo de los años, imprescindibles.
(Las cosas que me gustan, Xuan Bello. Xordica Editorial.)
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