La obra de Miguel Barrero plantea el interrogante de por qué un joven escritor de poco más de treinta años siente la necesidad de viajar a la tumba de Antonio Machado, al territorio en que el poeta, y con el la España vencida, sufrió la agonía de los últimos días.
Esa llamada hacia un lugar sobre el que hoy ya se ha reescrito una nueva realidad de veraneos plácidos que esconden en su subsuelo el hacinamiento de los republicanos y su indigna miseria, provoca evocación y reflexión.
El sol estival que recibe al narrador en su viaje a ese destino turístico mediterráneo que son hoy Collioure o Argelès sur Mer, no logra colorear el blanco y negro de los paisajes rememorados por las fotografías, los anales bélicos y el testimonio muchas veces anónimo de los propios protagonistas de aquel infame corredor de la vergüenza que fue para nuestro país, para nuestra memoria, el paso fronterizo que atravesó, pocos días antes de su rendición vital, Antonio Machado.
En la visita a la tumba del poeta, Miguel Barrero recuerda una conversación que, siendo aún casi un periodista debutante, mantuvo con Ángel González en 2002, quien no sólo había homenajeado a Machado en 1959 en el mismo Collioure con el resto de miembros de su generación literaria, sino que fue uno de los más profundos estudiosos de su obra. La propia suerte final de Machado le inspiró a Ángel González un poema con el título que ahora rememora esta novela; un poema, además, en el que se incluyen estos versos: “se paga con la muerte o con la vida, pero se paga siempre una derrota”, que de algún modo son el argumento mismo del libro de Barrero.
Quizás quien lea Camposanto en Collioure se pregunte sobre el género de lo escrito: el mismo autor ha explicado en alguna ocasión que su relato puede y debe ser considerado una novela, puesto que con esa intención fue escrito (una intención quizás, excluyente, pero firme, como fue la de no hacer un diario de viajes, ni un tratado literario ni una suerte de reflexión político-literaria). Y una novela caracterizada, al tiempo, por la permanente presencia del narrador —personaje real que cavila sobre el viaje que lo llevó a Collioure, sobre las circunstancias que hicieron de aquel territorio pasillo de exilio, campo de concentración o tumba, imán para una conciencia, la del propio Barrero, ya lejana de aquel tiempo, pero aún heredera de todo su desarraigo por una afinidad sobre la que indaga explicación—; una novela a la que ese yo constante otorga, si cabe, una mayor credibilidad a cuanto se va relatando, expuesto con una sinceridad en la que se equilibran de modo admirable emoción (en la alusión piadosa a la pequeñas historias de los vencidos) y reflexión (al aplicar un necesario filtro a lo que se hizo de la república durante la guerra a través de la mención de Orwell).
Un libro, en fin, que se constituye com un relato de frontera, de lugar de paso, de exilio, de afirmación de identidades proscritas, de desarraigos: el de quienes huyeron de la derrota en la guerra civil española y el de los que, no sin incertidumbre, la atravesaron, como Walter Benjamin, huyendo del holocausto judío.
La frontera como absurdo límite de la libertad y espejo sucesivo de persecuciones no muy diferentes: finalmente Machado y Benjamin murieron muy cerca, pero cada uno a un lado distinto de la frontera. La sinrazón de la barbarie, la memoria que debe ser conservada, visitada, excavada, como hace esta narración de Barrero que hurga bajo la luz de agosto la tiniebla del invierno de una guerra.
Camposanto en Collioure, fue Premio Internacional de Literatura de 2015 de la Fundación Antonio Machado.