Leer hasta en la soledad de una playa abandonada de
mar por unas horas, frente al angosto estuario que custodian los acantilados de
pizarra. Leer sin reparar siquiera que a los pies hay un pecio de marea que
enreda algas y nubes. Leer con el sosiego suficiente como para señalar
las palabras maestras sobre las que un libro se levanta. Leer en un país
extranjero, en una costa lejana, a orillas de un arenal vacío; un arenal que otra vez, como siempre tras cada bajamar, parece tan virgen como un planeta sin dueño. Leer para levantar luego la vista de las páginas leídas y ver mucho más de lo que la mirada alcanza. Leer cuando la edad enseña
que el provecho de los años restantes depende de pequeñas dichas como ésta: un
alto en el camino, un paisaje que lo merece, un libro que acompaña y el olvido de cualquier otra obligación que
no sea el instante.
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