Las dos orillas
/ por José Carlos Díaz /
Publicado en El Cuaderno
«La palabra del hombre/ hacia la muerte/ comienza en aquel cuaderno de rayas y se tuerce en los versos/ con que abres/ la trocha entre las ramas de la página blanca», escribía Francisco Álvarez Velasco en Memoria de la sombra, de 2010. Ese recorrido al que hacía referencia une hoy, insoslayablemente, las orillas desde las que se escribe su nuevo poemario, Tiempo de amor y mar. Que Eolas, una editorial leonesa, haya publicado los últimos tres libros de Paco Velasco al tiempo que él, a sus ochentaiún años, lleve afincado en Asturias más de media vida ilustra una dualidad geográfica que, creo, ha gobernado su vivir y su decir. Ambos lugares, Asturias y León, se pueden arrogar el derecho a considerar suyo a un escritor que ha ido haciendo en su obra doble patria. La del recuerdo, la de la infancia, la de la fundación de su vida y de su obra, a orillas del Órbigo; y la del magisterio docente, la de la escritura, la de la vida en común con su compañera durante tantos años, la de las hijas, la del mar, a orillas del Cantábrico.
De nuevo, tras esa bella aliteración heptasílaba del título que es Tiempo de amor y mar, Francisco Álvarez Velasco resume los temas que le han venido obsesionando en toda su obra: la fugacidad de la existencia, la memoria de la raíz, el amor, las incertidumbres de la muerte y el diálogo con la naturaleza. A tales asuntos cabría añadirles esa rara habilidad para el cambio de registro poético que permite a Paco escribir con la esencialidad y ritmo que requiere la poesía que se recita para el oído infantil.
Este nuevo libro, antes de dar paso a las cuatro partes en que se divide, comienza con un pórtico de sesenta y ocho versos que, introducido por una cita de César Vallejo (¡siempre César Vallejo en la obra de Francisco Álvarez Velasco!), mantiene esa dualidad apuntada al principio. Una dualidad geográfica y vital que toma la forma de dos orillas: una, junta al mar, y otra, junto a la infancia. La primera acuciada por el recelo de una edad sin dioses que nos sitúa frente a una perspectiva de final de vida llena de tantos enigmas como el propio mar —del que sabemos poco, del que solo nos llegan «sucias señales»—. La segunda ubicada en «aquel buen territorio/ cuando empezó la vida», del que arrastra la memoria pecios que son siempre más limpios y entrañables que los acarreados por las mareas, porque aquellos dan señal de un tiempo feliz y de una naturaleza cómplice.
«A mi edad —me confiesa Paco— pretendía hacer un balance de mi existencia, con la intención de que fuese mi último libro. Sin embargo, después he escrito y estoy escribiendo tanto, para algo puede servir tal vez la pandemia, que hay suficientes poemas para otro libro más voluminoso. Y eso a pesar de que trato de reprimir ese impulso, porque si hay alguna cualidad en mi condición de poeta, es la de la duda y junto a ella, la de la reescritura».
Le hablo de esa intuición interpretativa a la que uno aludía antes, que tiene como referencia esas dos orillas, geográficas y vitales leonesas y asturianas. Parece él estar de acuerdo: «Sin duda alguna desde esas dos orillas se ha ido escribiendo mi obra. Pero habría de añadirse también la presencia de La Mancha: diez años de estancia entre Ocaña y Tarancón tienen que dejar a la fuerza muchos posos. Mi primer libro, Tiempo de maldición, le debe mucho a aquellas tierras. Pero también hay en el libro guiños a China, a donde viajé y que está presente en los poemas Domus clausa y En un santuario de Guan Yin».
Al margen de esas influencias geográficas, la poesía de Paco Velasco ha mantenido siempre, sobre todo, una impronta existencial, de compromiso, más que político, humanista. Quizás le haya influido para que así sea el contacto en su juventud con los autores de Claraboya, o la propia militancia política que vino luego, o la obra de poetas tan señeros y que siempre tiene presentes, como Vallejo, Machado o Gelman.
«Todos los que señalas —explica— han estado y siguen estando siempre muy presentes en mi obra. César Vallejo me dio el primer empujón. Un concurso que en los años setenta llevó a cabo la prestigiosa revista Camp de l’Arpa, cuyo premio era la publicación mensual del mejor poema recibido entre los miles que solían llegar, me dio cierta seguridad y la decisión de ponerme a escribir con rigor. A partir de ahí, llegó el contacto con Juan Fernández Lera y otros poetas que publicaban la revista Nos queda la palabra, donde en cada número aparecía un poeta consagrado y un novato. Más tarde, desde ese grupo, se editaron libros dentro de una colección a la que le dieron el nombre de Taranto, título que se correspondía con el del primer número de la serie, que fue obra de Félix Grande, y que era un homenaje a César Vallejo. Y ahí se publicó también mi primer libro: Tiempo de maldición. Cuando estaba en julio de 1979, después de una agotadora jornada de trabajo en la hierba, llegó un poeta asturiano a verme, Juan José Ordóñez, que pertenecía a aquel grupo, trayendo consigo mil ejemplares de mi libro —así de generosos eran los de Nos queda la palabra—. Respecto a Claraboya, la relación fue muy estrecha, especialmente con Agustín Delgado. Participé en la fundación de la revista, pero me fui pronto a Madrid. Desde allí envié para el primer número un poema firmado con el pseudónimo de Buchaca y para los dos siguientes sendos poemas del danés brigadista internacional Gustav Petersen, que murió en la batalla del Ebro. Yo, por supuesto, no sabía danés, pero compartía piso con un estudiante de Dinamarca, que me ayudó en la traducción».
Este Tiempo de amor y mar, le observo, llega después de una incursión en el aforismo, fue con Y, de pronto, un pájaro (Eolas, 2018), y tras una novela, Incursión y muerte del demonio Meridiano (Eolas, 2020). Supone uno que porque en esos dos libros anteriores, además, de un ejercicio de estilo, se trataba de abordar una propuesta creativa específica a la que el verso no daba respuesta. Y algo así parece sugerir también Paco cuando describe sus aforismos como «chispazos de pensamiento surgidos de una lectura, de palabras oídas en la calle, de la duermevela, galladuras a veces de un poema»; cuando recuerda que con su novela —El demonio Meridiano— «pretendía hacer un ajuste de cuentas con mi niñez y un homenaje a las gentes de mi pueblo en la posguerra. Y quien la haya leído podrá comprobar que muchos motivos del poema La violencia de las horas están presentes en la novela».
La primera de las cuatro partes que siguen al Pórtico de Tiempo de amor y mar, titulada Qué nos dices, ¡oh mar!, parafraseando a Vallejo, se abre con un poema puente que une «la seca soledad» y «el alto manantial». Son unos versos que no sólo rinden tributo a Carmina, la compañera de tanta vida, sino que entiendo refieren un tránsito de edad y de destino. Paco llegó a Asturias en los años setenta con plaza de profesor en el instituto Jovellanos; y ejerce hace muchos años de paisano asturiano desde su refugio en una aldea piloñesa; y de poeta de aquí, muy de aquí, con su pronta integración en los círculos literarios gijoneses. El recuerda así cómo fue su llegada a esta tierra:
«Mi arraigo en Asturias empezó en 1974 a través de Carmina. Fuimos compañeros de filosofía en Madrid y pronto novios. En julio yo cumplía las milicias universitarias en La Granja. Después de la jura de bandera, daban cuatro o cinco días de permiso. Llegué a Asturias haciendo autostop. La inmersión fue de lleno en Fuentes de Anayo, donde vivían mis futuros suegros. Allí descubrí la niebla, el orbayu, los bosques, la hiedra, las fuentes…, un paisaje que me impactó tanto que dio lugar a El viejísimo jugo de la tierra. Y también descubrí ¡la mar!, en Colunga, una mar que veía por primera vez. El contacto con los poetas gijoneses empezó con Álvaro Díaz Huici, quien conocía mi primer libro por sus relaciones con los integrantes de Nos queda la palabra. Le presenté el manuscrito de Del viejísimo jugo de la tierra y la primera intención de Álvaro fue publicarlo en Noega, pero problemas editoriales frustraron el proyecto. El libro terminó entonces publicándose en la colección Deva del Ateneo Obrero, del que yo ya era socio. A través de Álvaro conocí a Fernando Menéndez, a Pedro Luis Menéndez y a Rosa Espada. En el Ateneo la relación con Xosé Bolado fue muy estrecha. Los jueves había tertulias literarias a las que acudían muchos poetas».
Abrimos la segunda parte del libro, Esta orilla, donde se convocan ausencias, se recorre el curso de las estaciones, se cita en un par de ocasiones a Eugénio de Andrade —quizás una referencia menos acostumbrada que la de Machado, le apunto, al que sobrescribes en un bello poema titulado Coplas del resignado—; hay algún leonesismo hermoso como la palabra adiles; un poema memorable como La violencia de las horas —al que el propio Paco ya se refirió antes— y que, muy posiblemente, le vaticino, muchos lectores señalarán como la auténtica cima creativa de esta obra; y hasta se convoca al fantasma de Lady Godiva. Por tanto, aun manteniendo un tono afín en el decir, se manifiesta diversidad en el asunto. Ello me lleva a plantearle dos cuestiones. La primera sobre la propia intención que alentó lo recogido en Esta orilla; y la segunda, sobre cuál es su proceder habitual en la estructuración de los poemarios. Paco me revela «esta parte se fue organizando en torno a la presencia de la muerte. El título viene del mito del Río Leteo y del verso de Quevedo incluido en el soneto Amor constante más allá de la muerte: “de esotra parte en la ribera”. Por lo tanto, conviven en Esta orilla Eros y Thánatos». Por lo que respecta a cómo ordena los poemas en sus libros, Paco relata que «nunca he tenido un proyecto previo. Cada poema, al principio, tiene su propia entidad y autonomía. Y cuando se van sumando para hacer un libro, viene el trabajo de arquitectura, que no es muy costoso porque mi poesía se mueve por los universales del sentimiento, la añoranza del paraíso de la infancia y la solidaridad con los desfavorecidos».
Hay también en este tramo del poemario, le hago notar, unas cuantas y diversas manos. La mano como depositaria de la voluntad, como puente de amor, de amistad o de fraternidad, como cartografía que despliega las líneas del futuro. La mano mendiga, suplicante. Las manos campesinas, o de poeta, o de amante, o de padre. La mano ofrecida para escapar de la oscuridad de los pozos. Las manos, alas de paloma. La mano de Valente (compartiendo la vida). La mano de Machado (compartiendo el camino). «Es un motivo redundante en mi poesía. Aparece, por ejemplo, en Gregor Samsa frente a la ventana con un tríptico titulado Manos. Y funciona en todos mis libros con abundante intertextualidad personal».
En el siguiente capítulo, Jardín de infancia, dedicado a Luna, su nieta, se escribe una poesía musical, aparentemente infantil, pero muy de oficio, que toma como base formas clásicas tanto de la poesía popular como de la poesía culta, y que tiene a veces un tono muy lorquiano. Está emparentada con tres libros anteriores: Tres tigres por un trigal, La luna tiene una liebre y El libro de las vocales. Paco ha dicho en alguna ocasión que fue niño allí en Cimanes del Tejar, su pueblo a las orillas del Órbigo, en «una casa sin libros, como la escuela a la que acudí, en la que apenas los había tampoco. Mis primeras lecturas literarias fueron los cuentos de Calleja que me regalaba mi madrina». Quizás venga de esa memoria ese afán por escribir también para los más chicos, aun aquí, en el corazón de un libro tan existencial como Tiempo de amor y mar:
«Por una parte, quería que este Jardin de Infancia sirviera para descargar la tensión existencial, algo así como un “allegro”. Pero también que se mantuviera, aun en esos versos, la presencia de la muerte a través de las pateras, de la crueldad infantil, del recuerdo, una vez más, de la perra Lola o del gallo de la veleta que “quiere quebrar albores” para salir de la noche (la muerte)».
Esas incursiones en la literatura infantil han tenido, además, versiones en asturiano. Ese largo afincamiento en estas tierras le ha procurado a Francisco Álvarez Velasco una comprensión cómplice con la reivindicación de la lengua asturiana, que no sé si incluso le convierte en defensor también de su cooficialidad. «¿Reivindicación? —exclama Paco, con cierta sorpresa—. He demostrado mi compromiso con el asturiano con tres libros bilingües traducidos por mí, aunque con alguna ayuda. En cuanto a la cooficialidad, aparte de la estatutaria, sobre la que el tiempo dirá, creo que no será nada fácil en cuanto a la oralidad».
Al tramo final del libro se le da por título Durar como el adobe, y echa mano de la memoria y de la tierra: «Mejor morir como el adobe/ que el aire, el agua, el sol/ y el tiempo desordenan/ en barro,/ en limo,/ en paja». El poema que cierra el libro, Final, es una especie de sobrecogedor epitafio que me obliga a plantearle si ha merecido —si está mereciendo— la pena la vida por la poesía o si a poesía se escribe para proclamar que la vida merece la pena. Contundente, se apresura a responder afirmativamente a la segunda de las propuestas formuladas: «Mi poesía, como mínimo, afirma la vida ante todo, pero eso implica luchar contra la muerte con la única arma: prolongar la memoria de los que nos amaron en vida hasta que lleguen inevitablemente “los puñados de ceniza”».
Selección de poemas
Las dos orillas
Qué nos buscas, oh mar…
César Vallejo
Hoy he visto que el hombre
se encoge y curva un poco
por el costado izquierdo,
porque su cuerpo alberga
un corazón de piedra,
un buen lastre que ayuda
cuando el río lo empuja hasta la mar.
De la mar, sin embargo,
pocas cosas sabemos:
que se nutre del hombre
y de la tierra y sus arroyos
y de las deyecciones
de todas las ciudades
que a veces nos devuelve.
Desde la mar nos vienen las gaviotas,
que lanzan excrementos
sobre calles y plazas
y arrojan sus chillidos
salvajes en la noche
contra el dulce soñar de los que duermen.
Y en las mares remotas,
algún cadáver niño.
Son las sucias señales
de esa orilla.
La vida es como es
y no vienen al caso
los empeños del hombre.
(En cambio, de la muerte
nunca se sabe
porque nadie ha vuelto,
excepto el hermano de María y de Marta
y aquel de Nazaret, al cabo de tres días,
pero nada dijeron).
Y tú oyes los chillidos
de las sucias gaviotas
voraces en el ábrego
que muerde las esquinas.
En la fachada al norte
está la sombra fría,
la ansiedad insaciable de la mar
que hasta aquí llega.
¿Qué te ofrecen los años por venir,
el incierto futuro?
Y si acaso algún dios te queda, nada
vendrá a entregarte
(bien sabido es de todos
su silencio,
aguardando a los dados del azar).
Mejor, vuelve al principio
—aquel buen territorio
cuando empezó la vida—.
Vuelve a los álamos,
junto a la fuente fría;
al crepitar ardiente del centeno,
a los ojos aquellos que miraban
y miraban atentos
debajo de los puentes
cómo el agua corría,
limpia y clara,
en su eterno pasar.
Y escucha nuevamente
con aquellas orejas
de la infancia
sonar tu corazón
y el murmullo infinito
del río en su camino,
la risa de los sauces,
el sosegado son de las espigas.
La violencia de las horas
(Al modo de César Vallejo)
Murió el abuelo Manuel, que tenía un pozo de aguas vivas
con truchas, adonde yo tiraba las migas que caían de la hogaza.
Murió el mastín León, que me dejaba cabalgarlo.
Murió la abuela Magdalena, que, en los atardeceres,
buscaba huevos tibios para mi merienda.
Murió el maestro don Evelio,
que tosía mucho a pesar de su brasero.
Murió el abuelo Félix,
que me enseñó a seguir el rastro de las liebres por la nieve.
Murió abuela Josefa, que me pedía que le enhebrase las agujas.
Murió la perra Lola, que se echaba a mis pies cuando yo comía.
Murió mi burro, que nunca tuvo nombre.
Murió el mirlo aquel que robé de un nido y que comía lombrices en mi mano.
Murió la estraperlista
(no recuerdo su nombre)
que bajaba del monte con su mula y unas grandes alforjas
y una navaja ancha atada a la cintura
y me daba siempre una almendra garrapiñada.
Se secó la Fuente de la Seda, donde yo buscaba los cabellos verdes de una náyade.
Murió mi padre, solo, sin saber que moría.
Poco a poco, murió madre.
Murió Agustín porque decidió morir.
Murió, por san Juan, Cecilio, que pintaba desnudo
mientras sonaba la música de Juan Sebastián Bach.
Murió tío Manuel, que siempre fue muy fiel a sus ideas.
Murieron mis hermanos, así tan de repente o poco a poco.
Muere mi tiempo fugitivo y estoy velándolo.
Final
Bien sabes que al final de tanto afán,
la vida se termina en un silencio
como de pozo seco, como una piedra
que nunca ha movido nadie,
como un jirón de ola que se pierde en la espuma,
como una tarde gris y polvorienta.
Los que te conocían y te amaron
de sollozo a sollozo recordarán tu vida.
Después en negro tintarán sus ropas.
Luego serán de alivio.
Y en un atardecer de oro
se acordarán, tal vez, de que a tu lado
mirabais cómo el sol se hundía.
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