miércoles, diciembre 19, 2007

Al río con la Navidad

Llega todos los años. Puntualmente. Desde Serandinas. Es su particular manera de ver la Navidad:

Un manera de sinécdoque es la parte por el todo. El espumillón por la Navidad. Es fácil decorar árboles. Montar belenes. Pero cómo se hace con todo un río. Bajé hasta la orilla. Deposité en la corriente perezosa, en el azogue de sus aguas, un espantoso trozo de espumillón plateado. Lo vi flotar lento. Irse despacio. Me pareció el lomo refulgente de una anguila. Y de pronto, en aquella quietud en la que nada sorprendente podía aventurarse, saltaron sobre la presa de color no menos de media docena de bocas voraces. Las truchas del río se llevaron muy al fondo el rastro luminoso de la Navidad.
X. Serandinas
(Feliz año nuevo a todos. Hasta la vuelta.)

domingo, diciembre 16, 2007

En la Casa del Chino


La noche era fría. Por las calles no había gente. Estaban en silencio. Y sin embargo la casa latía por dentro como un organismo vivo. Caliente. Salimos a la terraza. A la Plaza de la Soledad. Venía un olor a musgo del solar recién derribado donde hasta hace sólo unos días resistían las dos últimas bodegas del barrio. Brillaba muy sola la luna menguante. Gimi tocó el saxo asomándose por encima de la balaustrada. Tres o cuatro chavales apostados en un soportal próximo aplaudieron la música. Reímos. Adentro la gente iba llegando. Esther llenaba un montoncito de vasos con leche de pantera. Fría y espolvoreada de canela. Con pajita. Qué mejor cosa que estar en la Casa del Chino con una leche de pantera en la mano. Sólo faltaron los faroles. Hubiesen lucido hermosos colgando como antaño de las ventanas y las vigas del techo. Un montoncito de fanales de papel y vivos colores recibiéndonos. Se presentaba Cimavilla, de retornos, pasiones y canallas. Y se hacía en el corazón mismo del barrio al que se le han dedicado las fotografías y los textos de esas páginas. Habló primero Emilio. Conoce bien esto. Su abuela vivió aquí. Y él siempre se ha dejado caer por estas calles. Con la inercia que le dan a nuestros pasos los sitios que amamos. Leyó en alto una charla que mantuvo con Mati hace un tiempo y que se transcribe en el libro. Mati es uno de los pocos personajes auténticos que van quedando de la vieja Cimavilla. Debe de tener ya casi noventa años. Yo la veo a menudo por las mañana en el que fuera el bar del minero. Se sienta en una de sus mesas. Muy erguida y maquillada. Con cejas espúreas de lápiz, labios encarnados, pómulos grana y bien remarcada la línea de los ojos. El pelo recogido y unos pendientes largos de plata. Descarada como sólo pueden serlo las mujeres de mucha vida. “Ay fiu, a los tus años jodía yo más que meaba”. Nada más y nada menos. Así termina el diálogo. Ella ya tiene el libro. Mira satisfecha esa página que ocupa enteramente su foto. Lo lleva consigo como oro en paño. Habló luego Nacho. Se extendió más que Emilio. Tiene soltura, tablas. Glosó su larga vinculación con Cimavilla. Hasta jugó en el equipo de fútbol del barrio. Relató las noches de farra por sus bares de música andina y letras rebeldes, barras de absenta y gatas de escote generoso. Cantó incluso una estrofa de aquella canción que decía “yankee, acuérdate de Vietnam, que Angola ya no está sola y la libertad de Angola muy cara te va a costar”. Y pidió una calle para Rambal, el maricón del barrio, que a mucha honra así se presentaba y como tal ejercía. Hasta que lo mataron y se perdió a uno de los más insignes canallas que dio este rincón del mundo. Mi amigo se metió al público en el bolsillo con su evocación nostálgica y su tono cómplice y sentimental. Terminó leyendo dos de sus textos. Y qué bien los lee el jodido. Aplausos a rabiar. Para cuando llegó mi turno ya me había metido entre pecho y espalda dos vasos de leche de pantera. Ni rastro de temblor en la voz. De cualquier modo, y sabiendo que no hay que tentar la suerte, fui breve. Me limité a leer el texto que le hice al Chino hace unos meses. Y lo hice en su propia casa y estando él de fantasma presente. Compartiendo todos su afamada leche. Leí con respeto. Casi con miedo. Allí había gente que lo conoció, que conoció a Wei Hsiao Niu. Y uno, cuando escribe de quien se ha ido hace tanto tiempo, tiende a exagerar, a buscarle al muerto un hueco en la leyenda. Cerró el acto Juan. El fotógrafo. Siempre dice que cuando oye el clic del disparador se acaba la foto. Para qué hablar entonces de ellas. Pero termina animando a los amigos a que lo hagamos. Y le ponemos palabras a sus imágenes. No sé si las mejoran. Quizás las vuelven distintas. Las interpretan. En cualquier caso, éste es, un libro sobre todo suyo. Por eso siempre se puede olvidar cuanto ha quedado escrito en sus márgenes. Dejarse llevar tan sólo por lo que las fotos nos sugieran y convertir en paspartú la cháchara literaria. Lo mejor de todo fue el final. Gimi se arrancó de nuevo con la polca que es canción del barrio. Cimadevilla tu eres el barrio mejor. Las olas te bañan de babor a estribor. Y la cantamos todos tan contentos. Como si anduviéramos celebrando las fiestas de la Soledad, alegres de lecha pantera y mirando la fotos del libro como se miran los paisajes de un hermoso viaje del que recién hemos llegado.

O curruncho de Rayuela

Omemeciendo a Sir John y a Occam.

Una casa que sea como un árbol,
que aguante la tormenta, que aclare
la pedrisca, que espante lejos el viento gélido
del tiempo.

De Berta Piñán

jueves, diciembre 13, 2007

De educación

El Tribunal Superior de Justicia de Asturias ha suspendido de forma cautelar la obligatoriedad impuesta por la Comunidad Autónoma de acudir a las clases de Educación para la Ciudadanía a las familias que la habían recurrido y a las que no se les había permitido la objeción de conciencia.
Debe recordarse que las medidas cautelares suspenden la ejecutoriedad de un acto administrativo cuando existe petición del administrado al órgano judicial en tal sentido por atenderse la consideración de que las derivaciones de la aplicación de la medida recurrida pudieran ser de tal gravedad que si no hubiera suspensión serían difícilmente reparables. Permítanme que dude de que los efectos de una asignatura con tan escasa presencia en el horario escolar y cuyos contenidos, por muy adulterados que se presenten, presiento que no tienen relevancia tal como para dañar ni el sistema neuronal ni la sensibilidad ni las convicciones morales o religiosas de los educandos.
Me parece que la pretensión última y más noble que justificaría una asignatura como la que motiva la polémica sería la transmisión desde edades tempranas de los valores que impulsan una convivencia democrática. No sé si tal finalidad justifica la existencia de una materia aislada o requiere, por contra, el que desde todas las asignaturas impartidas, de modo transversal, se enseñe a los alumnos cuáles deben ser las pautas de comportamiento cívico en una sociedad libre, en un estado de derecho. De cualquier modo, al optarse por la primera de las soluciones no se debería haber soslayado la importancia que para el éxito de la medida hubiese tenido que se compartiera por los principales partidos políticos, por los únicos que pueden gobernar este país.
Nos hallamos de nuevo ante una de esas iniciativas que tomada por quien gobierna sin un acuerdo suficientemente amplio tiene el futuro condicionado por la alternancia que propician las soberanas decisiones del electorado. Y sucede ello en un asunto tan delicado como el de la educación, donde los cambios ministeriales generan, invariablemente, modificaciones sustanciales de su modelo. Esta inestabilidad ya grave por si misma, aun se agudiza más con el singular entramado territorial y competencial existente en España, que permite una enorme autonomía a los gobiernos autonómicos en asuntos como la enseñanza.
Desde una perspectiva de mero espectador atento a lo que sucede, esta inestabilidad de las estructuras educativas es uno de los grandes males que afectan a la escuela en España. A él deberían sumársele, al menos, otros dos: su debilidad y el escaso respeto por la labor docente.
Por debilidad entiendo eso que también se ha dado en llamar indulgencia en palabras de José Antonio Marina, y que no es sino el modo en como se ha ido bajando el listón de lo exigido a los estudiantes en contenidos y en comportamiento. Mentarle a un responsable administrativo o a un órgano de gobierno educativo la existencia de un alto grado de fracaso escolar en su área de responsabilidad es ponerlo en el disparadero. Dado que poco o nada se puede hacer para mejorar esas estadísticas en plazos breves y puesto que las legislaturas se caracterizan precisamente por eso, por su temporalidad y por la necesidad de ofrecer a su término resultados relevantes de la labor realizada, no se opta por la decisión valiente de comprometer en la tarea y a largo plazo a todas la fuerzas políticas que puedan gobernar, llegando a un pacto que garantice la estabilidad en el modelo, sino que se elige la peor de las soluciones, la modificación de los controles, de modo que al hacerlos más flexibles ofrezcan resultados más presentables cara a la opinión pública. Es, por hacer una comparación clarificadora, como si para obtener mejores resultados en las estadísticas sobre delincuencia, dejáramos de considerar como delitos los pequeños hurtos, las agresiones sin fracturas o las falsificaciones de moneda que se limitaran a clonar tan sólo billetes de cinco euros. Evidentemente, ello mejoraría las cifras registradas en el apartado sobre comisión de delitos recogidas en las memorias anuales de las delegaciones de gobierno, pero me temo que la situación real del problema habría experimentado un sensible empeoramiento.
La tercera de las dolencias que socavan la salud de nuestra educación es, a mi juicio, la paulatina desconsideración que se ha ido evidenciando hacia el trabajo de los docentes. Hay una escena en la película La lengua de las mariposas que, de algún modo, nos pone sobre la pista de las más graves sinrazones que han llevado a esta situación: el desprecio público hacia la labor de los profesores y, paradójicamente, la tendencia a convertirlos en únicos responsables de la educación de nuestros hijos. La escena es la de aquel rico ignorante y grosero que interrumpiendo la clase del entrañable enseñante republicano que interpretara Fernando Fernán Gómez, y portando sendos capones en sus manos, con la intención evidente de manifestar tanto su propio poderío como las penurias del maestro, le exige a éste con voz destemplada que le ponga más cuidado al aprendizaje de su hijo, un crío que resulta ser un pobre cenutrio con pocas luces y ningunas ganas de estudiar.

Excúsenseme estas elementales reflexiones de quien contempla con interés pero sin suficiente conocimiento de causa el estado actual de la educación en España. A vuela pluma. Habrán de ser los especialistas quienes afronten con más rigor y profundidad estas cuestiones. Si se les deja y si se toman en consideración sus recomendaciones. Pero creo que los ciudadanos de a pie tenemos la obligación de plantearnos de vez en cuando el pequeño reto de pensar sin corsés ideológicos o mediáticos, de manera sosegada y sensata, sobre estos asuntos que son los que finalmente hacen que nuestra sociedad sea un lugar más o menos habitable.

lunes, diciembre 10, 2007

Estos días

No hice puente. Y bien que lo sentí. Quién dijo que los atajos daban trabajo. A veces pienso que lo da mucho más el rigor mal entendido. La meticulosidad pejiguera. Le haremos caso a la Santa –tomaremos de la coplilla la chicha secular-: Nada te turbe; nada te espante; la pacïencia todo lo alcanza.

El sábado celebramos comida familiar. Hice patatas a la importancia en versión marinera. Me pareció que estaban exquisitas. Pero nadie alabó el plato. Asi que me temo que no debían de estarlo tanto. Fue un poco como esos posts que uno cuelga convencido de que esta vez sí, de que finalmente se ha dado en el clavo. Y luego resulta que pasan los días y no suscitan ni un maldito comentario. Te quedas un poco herido. Todos necesitamos algo de coba.

El domingo vimos en TCM una película muy entretenida, El próximo año a la misma hora. La película es la versión cinematográfica de la obra teatral del mismo título, Same Time, Next Year, que escribió Bernard Slade y que fue éxito en Broadway. George, un contable de veintipocos años, casado y con tres hijos, y Doris, de edad parecida, también casada y madre, se conocen por azar en 1951 y viven lo que bien pudiera haber sido sólo un esporádico escarceo pasional. Pero, aunque cada uno regresa con su familia, desde ese momento deciden citarse en el mismo lugar y fecha los años siguientes. Y durante veinte años se vuelven a encontrar siempre el mismo día, a la misma hora y en el mismo lugar. Esos encuentros son la perfecta excusa para que los protagonistas muestren no sólo cómo les trata la vida, sino también qué le va pasando al tiempo al propio país. El director, Robert Mulligan, hace que brillen las actuaciones de Alan Alda y Ellen Burstyn, que están espléndidos. Ciertamente, se pasó el rato en un santiamén. Y con una sonrisa en los labios, lo que tampoco es mala cosa.

Ah, y también anduvimos, de alguna manera, por Córdoba, por su Palacio de Viana. Concierto de Luis Eduardo Aute. Puesta en escena sencilla y elegante. Está viejo el tipo, pero nunca ha cantado igual. Nunca tan bien. Por allí estuvimos gracias al DVD que se incluye en su último disco. Una muy cuidada selección de temas de amor por los que -por ellos no- no pasan los años. Aunque en cada momento uno se quede con una canción distinta. Ayer encontré que la que más me gustaba era A día de hoy.

A día de hoy
podría decir
que no hallé ningún faro
en ningún puerto.
A día de hoy
podría decir
que el amor fue mi voz en el desierto.
A día de hoy
sólo puedo decir
que vivir fue otra forma de estar muerto.

También leí La línea de sombra, de Joseph Conrad. Me metieron en ganas las conradianas de Ordaz. Ha sido una auténtica delicia embarcarse en el Otago. Gavias, vergas, cabestrantes, bitácoras, cuartos de derrota, drizas y velas, mar en calma y tormenta, noches silenciosas y cólera a bordo, un destino al que el viento inexistente no lleva y un joven capitán que cruza la línea de sombra, justo aquella que nos vuelve definitivamente adultos, responsables únicos del destino de nuestras vidas y del acierto o desdicha de nuestros actos. Y todo ello en torno a una anécdota tan simple que resumida difícilmente justificaría que la lectura del libro sea así de hipnótica. Supongo que en eso consiste escribir condenamente bien. Así que me desdigo, si estuve de puente, en el del Otago al menos.

martes, diciembre 04, 2007

Metáforas

Ayer tuve que ir al pueblo. Otro funeral. Uno se adentra en aquellos lugares como en un sueño. La realidad pierde contundencia. Se deslíe. Se viaja al país de los viejos. Todo va más lento. Se viven recuerdos imprecisos y antiguos. El mundo es una amenaza; la vida, casi siempre amarga; la soledad, un invierno. Viajé con mi madre. Cada vez habla más. No era así de parlanchina antes. Tal parece que los años la hayan vuelto distinta. Salimos de casa a las nueve. El día amaneció frío pero despejado. Poco tráfico. Llegamos al tanatorio a las diez y cuarto. Entramos en la capilla. Abrazamos a la viuda. Vestía de negro. Me dio la impresión de que llevaba demasiada ropa. Como si bajo su abrigo hubiera varias capas de prendas gruesas. Así que la cabeza parecía desproporcionadamente pequeña. En los últimos años recuerdo a esta mujer siempre con un rostro encarnado y velludo. Un tono quejumbroso. Un apariencia casi menesterosa. De su esposo me acuerdo ligeramente. Lo veo mucho tiempo atrás, panzudo y bien humorado. Salió el cortejo fúnebre en dirección a la aldea, casi treinta kilómetros al norte. Añadí mi coche a la caravana. Un eslabón más. Un nuevo anillo para la serpiente lenta que se arrastraba sinuosa por la carretera detrás de la cabeza negra, de ojos grandes y retinas de flores. Daba tiempo a irse fijando en todo. En el paisaje otoñal. En el río encajonado y oscuro. Desde algún recodo, incluso en el mar, que se veía azotando la costa. Enérgico y airado. El cauce que fluía por debajo de la carretera iba, por el contrario, plácido y negro, tanto que bien pudiera ser que al llegar a la desembocadura aquellas aguas diferentes fueran rechazadas y quedaran embalsadas hasta que el océano se calmase. Contrastes. La marejada. El curso lento del río. El día luminoso. Los árboles todavía otoñales que mecían hojas de bronce. Me viene a la memoria –este ritmo demorado me lo permite- que circulé por aquí hace dios sabe cuántos años atrás y el bosque ardía. Se quemaba todo abandonado a su suerte, al final previsible de toneladas de leña barata camino de la papelera apostada justo en el tramo final del río, alentando un humo agrio con olor a repollo cocido. Conducía entonces mi padre. Siempre algo más rápido de lo prudente. Conduzco yo ahora y no queda otra que seguir esta procesión lenta. Da tiempo más que a mirar, a observar incluso. El bosque se ha repoblado. Ahoga los caseríos. Trae el jabalí hasta las puertas. Pongo la radio. María de Medeiros canta bosanova. A mi madre le vienen los recuerdos. Dice que mi padre era un golfo de chaval. Le divierte desvelármelo ahora. Al cabo del tiempo. Cuando no hay peligro. La vida ha pasado. Aquellos fueron pecados de juventud. Bien los purgó después con mucho trabajo y durante tantos años. No hay peligro porque aunque se lo cuenta al hijo, poco o nada pervivió en él de aquel muchacho canalla. No hay peligro porque, además, yo ya soy también casi un viejo. Y el muerto, como los salmones, cauce arriba. Hasta llegar al pozo, al terruño. Pasando por la casa en la que no entrará ya más. Un caserón grande al borde de la carretera. Abajo hubo siempre cantina. De las de suelo de madera, con ultramarinos y bar, con café de manga y piensos en el almacén, algo de ferretería, algo de droguería y hasta de artículos merceros. A última hora de la tarde se reunían allí unos cuantos. Vino o anís. Cartas a veces. Olor a sudor rancio, estiércol, pasto o leche agria. Nunca hubo televisión. Ni falta. Y ahora, al pasar el cortejo al lado, reduce la velocidad. Casi se detiene. Aunque la puerta está cerrada. Las ventatas también. Incluso casi todas las persianas bajas. Por qué se detiene. El coche siguiente es el de la viuda. El de los hijos. Este gesto debe de estar clavándoseles en las ijadas. Dan ganas de tocar el claxon y poner en marcha el tráfico. El pueblo es casi nada. La plaza tiene iglesia y tiene ayuntamiento. Como todas las plazas. Un antiguo casino. Lo que fuera el primer banco. Unos arces pelados. Hay mucha gente en los alrededores del templo. Dejan paso. Se abre el portón del coche funerario y sacan el ataúd de madera clara. Antes de meterlo adentro, le brilla el sol un momento sobre la gran cruz de la tapa. Aparco donde puedo. Entro por un lateral de la iglesia. Me tengo que arrimar a un hueco de la pared. Está todo lleno. El cura carraspea mucho. Cantan las viejas. Las siguen el resto. Hoy, Señor me has mirado a los ojos, sonriendo has dicho mi nombre. En la orilla he dejado mi barca, junto a ti buscaré otro mar. Y pienso que no le falta razón a la letra. Porque luego volverá el cadáver sobre su rastro, bajará el río de nuevo, hasta el crematorio, que está en la costa misma. Y la metáfora de siempre será la verdad de hoy. Mientras tanto noto que se me enfrían los pies. Busco entre la gente por ver si veo a algún rostro familiar. Cuánto anciano. Me dan la paz, la doy. Saco unas monedas cuando las niñas pasan la bandeja petitoria. Va terminando todo. El sacerdote recuerda a qué hora será la misa sabatina. Los funerales de la semana. Los oficios preceptivos. Casi parece un corte publicitario. Están a punto de despedir al cadáver del templo. Uno de esos últimos trances que tanto sobrecogen a los deudos. Y justo entonces hay un pequeño y preciso tablón de anuncios oral. Me pregunto si nadie repara en la inconveniencia del hecho. Cantan de nuevo. Tú nos dijiste que la muerte no era el final del camino, que aunque morimos no somos carne de un ciego destino. Aprietan las tuercas desde todos los lados. Hasta la banda sonora se aplica en la labor. Y rompen las costuras. Y salen las lágrimas. Qué remedio. Se hace el pasillo. Los voluntarios cargan con el féretro. Detrás salen los más próximos. Desde la sombra a la luz, entre la gente, con el estribillo del último himno escarbando la herida. No sigo. Que lo acompañen ellos al horno. Dos horas de fuego. Dos horas de enfriamiento. Eso dice alguien cerca de mí. Es casi la una. Me da por pensar en que los familiares del muerto tendrán que comer. Que quizás lo hagan mientras arde. Que lo harán con la mirada perdida. Que los más fuertes quizás detallen gestiones pendientes, trámites burocráticos, asuntos de intendencia. Entre bocado y bocado, se consolarán con la mecánica de la supervivencia. Recupero a mi madre. Conversaba con gentes que hace tiempo que no ve. No hay mejor sitio para recobrar la pista de amistades antiguas que un entierro. Reconociéndose entre las desfiguraciones del tiempo. Compadeciéndose de su paso en los achaques comunes, en las pérdidas compartidas. Emprendemos el regreso. La vuelta a casa. Río abajo. Mi madre guarda silencio. Pienso que a menudo se trata de explicar la vida a través de las metáforas, sin reparar siquiera que la vida se hace a sí misma en ellas.

martes, noviembre 27, 2007

Skyline


Paseo temprano. Me acerco justo hasta la casa de Rosario Acuña. Desde ese rincón oriental de la bahía se puede observar eso que llaman la skyline de la ciudad. Nace suave en el cerro. Se arista sobre San Pedro. Y entre Cimavilla y el rascacielos de Bankunión deja un cuenco de vacío. En medio se alza una lejana chimenea pintada en franjas rojas y blancas, como anunciando peligro. Debe de ser la térmica de Aboño. Deja una boina de humo. La gráfica urbana sigue luego febril a lo largo de todo el paseo marítimo. Tiene un perfil escalonado. El de la infame mampara de ladrillo que en los años sesenta levantó la codicia de algunos con la indiferencia de casi todos. Mirando así la playa, con rabia inútil ante el desmán irreparable, se intuye que por muy violenta que venga la mar, siempre acabará rendida. Resignada, como todo, al sin remedio de la orilla.

lunes, noviembre 26, 2007

Cómicos


El viernes vi en la 2 El extraño viaje, una película dirigida por Fernando Fernán Gómez. Se le hacía con su proyección un homenaje al recientemente fallecido actor, autor y director. Fue, desde luego, una buena elección. No había visto nunca el film y me pareció sencillamente magistral. Se hizo en 1963, aunque no se estrenó hasta unos años más tarde. A sus productores les asustó llevar a los cines una historia tan negra y narrada con tan gruesos trazos. Se mezcla en ella con singular acierto la intriga, el humor negro o la crónica de costumbres. Parece que la idea de la película surgió en una tertulia de café, cuando Fernán-Gómez, Berlanga y Perico Beltrán leyeron en El Caso una noticia sobre el llamado crimen de Mazarrón. En aquella charla de café se germinó el guión de El extraño viaje. Transcurre todo en un pequeño pueblo. Se inicia la película con un baile. En medio de la pista, la chica más atrevida del lugar se marca un twist cuya sensualidad es observada con tanta lubricidad por los hombres y con tanto escándalo por las mujeres que esa escena por sí sola ya logra describirnos el ambiente en que se desarrollará la trama, una España rural, pobre y reprimida. El final cierra el círculo, la muchacha se va en el autobús de línea hacia la ciudad. Deja ese pueblo que ha sido a lo largo de la película el escenario de una truculenta historia. En medio de la ruindad moral y del atraso social, ella ha sido el único aire fresco. Y ese soplo de vida huye finalmente del pequeño infierno provinciano. Quizás haya en todo ello la metáfora del país que eramos entonces, triste, mezquino y sometido.

De la película queda un regusto agridulce: un argumento de novela negra bien urdido en una España que para desgracia de quienes la vivieron fue la nuestra largo tiempo. Queda también el recuerdo de algunas excelentes interpretaciones, como la de Rafaela Aparicio. O la de ese personaje retraído, temeroso y levemente tarado que hace Jesús Franco, una rara avis de nuestro cine que se convirtió con el tiempo en su director más prolífico e inclasificable. Queda el guión de Perico Beltrán, que murió también hace nada, en una mala pensión y casi en la miseria. Era el último bohemio. Había hecho de todo en el cine. Ejercía de conversador ameno. Representaba la memoria de una época de amistades de café, tabernas, chicas de alterne, alcohol sin reparos y humo espeso de tabaco. Escritor, actor, guionista. Lo recuerdo hace años hablando hasta perder el resuello en un programa radiofónico del que fue colaborador. Lo sabía todo del cine español. Gabino Diego lo encontró muerto en la habitación donde malvivía. No fue tan casual que así fuera. A este otro miembro desgarbado de la farándula, al que tan a menudo han caracterizado de pasmado, le ha podido siempre la admiración por esa generación de ilustres. Debutó en el cine con Las bicicletas son para el verano de la mano de Chávarri, gracias a que se le había visto un parecido razonable con Fernán Gómez, y terminó trabajando a las órdenes de éste en algunas de sus películas, entre ellas El viaje a ninguna parte, una historia de eso que años atrás se llamó tan dignamente cómicos. Esa retahíla de ocurrentes que son capaces de despedir a un tipo recién muerto subiéndolo a un escenario y cantándole unos tangos.

viernes, noviembre 23, 2007

Panero, Juan Luis


Llevan encima los Panero un estigma de desencanto. Una vocación fratricida. Un blanco y negro sombrío. El rigor y los fantasmas de una ciudad interior de provincias en el invierno. Hace sólo tres años se murió Michi, aquel tipo que se decía posmoderno, desordenado y descuidado con todo, excepto con su perro. Vive en el extravío mental Leopoldo María, quien escribía hace apenas un par de semanas a apropósito de Rimbaud, que la locura es la mejor poesía. Y habita en el retiro de Gerona, renunciando a esa memoria familiar despiadada, Juan Luis. Se le entrevista en el último número de EL CULTURAL. Desprende en la foto un aire de recelo dócil. Habla con una lucidez nada afectada. Y resulta muy interesante lo que dice. Extraigo: “Comprendo que el profesor y el crítico y el antólogo necesiten que el poeta esté quietecito en su rincón, pero también creo que el poeta debe sentirse ante todo libre. Cernuda decía que el carácter es el destino, y el mío jamás me ha empujado a buscar la compañía de ninguna secta poética, siempre me ha gustado ir por mi camino, huir de los grupos y la frivolidad. (…) Luis Cernuda, para mí, es el escritor más importante del siglo XX en España. Bueno, el escritor, el crítico literario, la persona... Cernuda, como Camus, como Paz, fue un ejemplo ético increíble, el responsable de que, en los tiempos más oscuros del franquismo, yo lograse evitar la tentación estalinista”. En apariencia son dos apreciaciones, la de las sectas y la de la tentación totalitaria, sin demasiada relación. En apariencia.

miércoles, noviembre 21, 2007

Las aguas silenciosas

Compré hace unos días en Paradiso el último libro de Francisco Álvarez Velasco. La casualidad quiso que al salir de la librería me encontrara con el autor. Le di a firmar el poemario. Puso en él algunas palabras amables. Iba acompañado de su mujer. Charlamos un momentito. Acababan de llegar de Barcelona. Allí viven su hija y su única nieta. La pequeña se llama Luna y los abuelos cuentan –qué van a decir ellos- que está preciosa. Lo está, doy fe, que la vi en fotos.

Las aguas silenciosas, editado por Trea, contiene un hatillo de hermosos y muy depurados poemas. Apenas se narra en ellos. Cuentan emociones. Y se alcanzan éstas a través de algunos de los temas recurrentes en la obra de Velasco: el paso del tiempo, la muerte como horizonte, la soledad, el amor o la memoria familiar. Respecto de esta última intuyo que se tiende un puente entre las hogazas de la infancia o la ropa doblada con ternura y ese eslabón último que es la niña recién nacida a la que se le vigila el sueño: “la calma de tu rostro / mientras estás soñando”. Es ese el consuelo de futuro, el del pasado son las guijas, esas piedras blancas y pulidas que refulgen en el lecho de las aguas silenciosas. Es la corriente la vida que transcurre. Los recuerdos, esos que le brillan en el fondo y atraen la mirada y provocan la evocación: “relumbran en el limo / algunas guijas blancas”. Y la salvación sigue siendo en el presente la compañía de quien se ama “donde tus pies terminan / y nace al agua viva / y el viento de los trigos / y empiezan los arroyos”; pero también las pequeñas e imprescindibles cosas que van con nosotros: “…acariciar las cosas que nos acompañaban” se dice en un verso que páginas más adelante titula un poema.

Parecen estar siempre escritos los libros de Paco Velasco con la naturaleza al fondo. De ella se entresacan de continuo apuntes bien traídos que adquieren una significación precisa. La hiedra, el bosque o la misma tierra ya fueron parte del título en libros anteriores. Ahora lo son las aguas, “la vida va por ellas”. Aguas que llegarán a la mar, frente a la que miran los viejos: “Frente a la mar sentados. / Y los barcos se alejan / por la panza del mundo”. Naturaleza y estaciones, porque aquélla se transforma al paso de éstas, siendo un tránsito inexorable como el de la propia vida, como el de los ríos; un correr que muere en el invierno cuando “noviembre se desnuda / (…) y es amargo estar solo / (…) y crece por el mundo la pleamar de la muerte”.

E igual que los ancianos ante el océano, otros rostros miran, pero distinto, desde la orilla de las aguas silenciosas. Son las máscaras a las que algunos versos aluden en la primera parte del poemario, rostros que hablan de la vida que no es sino a veces tan sólo una representación, percusión silenciosa de la soledad: “Ante ese hueco son de la persona / que suena a soledad / si la golpeas, / a sombra y son salobre si la auscultas, / ¿qué podemos hacer?”. Una representación que también es sinsentido de práctica religiosa ante la incertidumbre de un Dios que si no existiera dejaría en baldío: "la tristeza de la carne, / el reino del espíritu, / la ceniza del miércoles". Una ceniza, que como más adelante se recuerda -cerrando así el círculo de nuevo en torno a la naturaleza-, fue árbol antes de ser fuego.

Hay muchos buenos poemas en este libro. Déjenme que para concluir esta reseña -aunque justo sería decir más de tanto como estas aguas llevan-, elija yo de entre estos poemas dos que, de algún modo, se complementan y contienen el libro. Es uno preciso y corto, sus mimbres son sólo dos heptasílabos: “Si no haces ya preguntas / qué lejana la infancia”. El otro certifica esa lejanía al repasar desde la edad niña a la vejez la vida de quien se halla en la frontera de todos los vacíos -¿el poeta mismo?-: “Tuyo era el rostro campesino / madurado en los tiempos de la lluvia / y en los tiempos del sol. / Y el rostro enamorado / también tuyo / (por roderas de luz generosa avanzabas). / Y el rostro de la cólera / implacable, / al asalto / contra los quicios duros / de las puertas del mal. / Mas si te miran hoy, / tal vez nada descubran. / Nada en tu rostro dejan / nubes de tiempo nuevo / ni aguas, ni arenas, ni algas / que marchan y retornan. / En la frontera estás de todos los vacíos.” No llevan título estos versos. Piensa uno que bien pudiera ser el de autobiografía. Que no otra cosa, creo, es lo que se traza en ellos y en el resto del poemario, pues en eso consiste el escribir cuando se cuenta lo que se siente, en explicarnos lo que hemos sido y somos.

lunes, noviembre 19, 2007

Oxítonas

Japón y Jonás suenan parecido por la jota inicial, por ser palabras agudas, u oxítonas que se dice ahora, y bisílabas. A Japón Greenpeace, como Dios a Jonás, le rogó que tomara derroteros distintos. Que se fuera a Nínive le decía la divinidad al de Israel. Que se quede en casa le piden los ecologistas a la flota japonesa. Jonás terminó en el vientre de una Moby Dick bíblica que lo tuvo en el seco estomacal tres largos días. Hasta que se arrepintió, se le perdonó y se fue por fin a Nínive a predicar la destrucción si no enmendaban las malas costumbres los del lugar. Eran otros tiempos e historias más edificantes. El viaje de la flota nipona teme uno que no tenga final de parábola, sino el cruento remate con que se pespuntea a diario la realidad. Jonás significaba paloma. Se le extravió la razón y el vuelo lo llevó a la boca de un cetáceo. Japón quiere decir lugar del sol naciente. Debe de amanecer fuerte algunos días por allí, tanto que a unos cuantos se les ciega de repente el entendimiento y hasta se les adormece el músculo cardiaco -oxítono también-.

viernes, noviembre 16, 2007

Obrero del milagro

Fue ayer leyendo a James Salter. Su cuento Contigo, Mi Señor. Se titula así porque en él se intercala un poema de Pound que contiene esa expresión O mejor dicho, un poema chino traducido por Pound y publicado en su libro Cathay de 1915. Fue leer esos versos en el relato y despertárseme en la memoria una ristra de recuerdos. Han pasado ya más de veinte años. Por entonces nos reuníamos para hablar de poesía. De la nuestra y de la de que nos gustaba. Publicábamos una revista minúscula. Hacíamos algún recital –osada mocedad-. Y hasta nos atrevimos con tres o cuatro diaporamas, que eran como un entrelazado de imágenes fijas a las que un guión y una música apropiados les daban apariencia de documental proyectado. Yo creo que el mejor de aquellos trabajos fue el dedicado a Ezra Pound. Lo recordé porque a todos nos emocionaba cómo se recitaba en él ese poema rescatado por Salter. Lo hacía una voz que sostenía sin afectación una delicada queja, una añoranza:

A los catorce años me casé contigo, Mi Señor.
Nunca me reía, siempre vergonzosa.
Bajando la cabeza, miraba a la pared.
Llamada, mil veces, nunca volteaba la cabeza.
A los dieciséis tú partiste,
Te fuiste a la lejana Ku-to-yen, por el río de veloces remolinos,
Y ya llevas ausente cinco meses.
Los monos hacen un ruido triste sobre mí.
Las hojas caen temprano en este otoño, con viento.
Las mariposas emparejadas están ya amarillas por agosto.
Sobre la hierba en el jardín del Oeste;
Me hacen daño. Me envejezco.
Si vienes bajando por los desfiladeros del río Kiang
Házmelo saber, por favor, de antemano,
Y yo voy a salir a encontrarte
Hasta allá a Cho-fu.Sa.

El mejor halago que yo he encontrado acerca de la personalidad de Pound fue el que le dedicó Joyce en una carta a Yeats: "Nunca voy a poder agradecerle lo suficiente que me haya puesto en relación con Ezra Pound, que es, sin duda, un obrero del milagro". Lo fue, sin duda, para un puñado de magníficos escritores a los que alentó, significándole en aquel patrocinio el excelente tino que puso en la elección. Pero ese tipo innovador en su obra, generoso y con buen ojo para la de los otros, tuvo, sin embargo, la infeliz ocurrencia de encoñarse con el fascio. Se empeñó antes en volverse economista, buscando en esa disciplina explicación a los males sociales. La tóxica emulsión de números y versos lo trastornó de tal modo que se volvió vocero radiofónico de las virtudes mussolinianas desde una pequeña emisora del norte italiano. Conoció por ello, al final de la guerra, la cárcel y hasta las jaulas. Y fue carne de psiquiátrico doce años hasta que recobró la libertad para pasar sus últimos años en Venecia.
Aquel diaporama que entonces le hicimos a Pound terminaba, según creo recordar, con dos hermosísimas evocaciones del poeta ya anciano y casi olvidado escritas por Felinghetti, Ezra Pound en Espoleto, y por Antonio Colinas, Encuentro con Ezra Pound. La primera se ambientaba en un verano de 1965, en el transcurso de unas lecturas poéticas en el Teatro Melisso:
Todos los de la sala se levantaron, se volvieron y miraron hacia atrás, levantando la vista hacia el palco de Pound y aplaudiendo. El aplauso fue largo y Pound trató de levantarse de su butaca. Un micrófono le molestaba. Se agarró a los brazos del asiento con sus manos huesudas y trató de incorporarse. Como no pudo trató de nuevo y tampoco pudo. Su vieja amiga no intentó ayudarle. Al fin, ella le puso un poema en la mano y después de por lo menos un minuto a él le salió la voz. Primero se le movió la quijada y en seguida la voz le salió, imperceptible. Un joven italiano le acercó el micrófono a la boca y se lo tuvo allí, y la voz pudo oírse, débil, pero tenaz, más fuerte de lo que yo esperaba, delgada, suave, monótona. La sala había quedado en silencio de un solo golpe. La voz me derribó, tan suave, tan fina, tan débil, tan tenaz aún. Recliné la cabeza sobre mis brazos en el pasamanos de terciopelo de la baranda del palco. Me sorprendió ver caer una lágrima sobre una de mis rodillas. La imperceptible, indomable voz seguía. ¡Parar en esto! Salí ciego del palco, por la puerta trasera a la vacía galería del teatro en cuya sala quedaban todos vueltos hacia él, bajé y salí al sol, llorando… En las alturas próximas al pueblo, junto al antiguo acueducto, los nogales estaban todavía en flor. Pájaros silenciosos volaban sobre el valle de abajo; en la lejanía, el sol brillaba en los nogales y las hojas como que giraban en el sol, y giraban y giraban y seguirían girando. Como su voz, que seguía y seguía entre las hojas.”

El poema de Antonio Colinas, publicado en su libro Sepulcro en Tarquinia, dice así:


Debes ir una tarde de domingo,
cuando Venecia muere un poco menos,
a pesar de los niños solitarios,
del rosado enfermizo de los muros,
de los jardines ácidos de sombras,
debes ir a buscarle aunque no te hable
(olvidarás que el mar hunde a tu espalda
las islas, las iglesias, los palacios,
las cúpulas más bellas de la tierra,
que no te encante el mar ni sus sirenas)
recuerda: Fondamenta Cabalá,
hay por allí un vidriero de Murano
y un bar con una música muy dulce,
pregunta en la pensión llamada Cici
donde habita aquel hombre que ha llegado
sólo para ver getes a Venecia,
aquel americano un poco loco,
erguido y con la barba muy nevada,
pasa el puente de piedra, verás charcos
llenos de gatos negros y gaviotas,
allí, junto al canal de aguas muy verdes,
lleno de azahar y frutos corrompidos,
oirás los violines de Vivaldi,
detente y calla mucho mientras miras:
Ramo Corte Querina, ése es el nombre,
en esa callejuela con macetas,
sin más salida que la de la muerte,
vive Ezra Pound.

Ya les digo, fue ayer, leyendo a Salter.

lunes, noviembre 12, 2007

Chitón regio

No debería. Se ha llenado todo de comentarios sobre el asunto. Qué puede aportar uno de nuevo en medio de tanta opinión. Y sin embargo me da como un impulso, unas irrefrenables ganas de terciar. Vamos, como al Rey el otro día. Y de eso ni más ni menos va el asunto. Porque a mí, y adelanto ya lo que pienso sobre ello, no me gustó la incontinencia verbal-real. Se ve que a los monarcas se les va la cabeza siempre con los supuestos revolucionarios. Cuando no se la cortan, la pierden ellos solitos. En ciertos sueldos va también un complemento de templanza. Y vale más que ésta se interprete como paño caliente y que se salga del trance con elegancia, que no arremeter como en tertulia de deslenguados o en programa de género chico. Por muy inquilino de Zarzuela que se sea.

Escándalos y soldados


La curiosidad me ha permitido, inopinadamente, relacionar la última novela que acabo de leer, El buen soldado (por recomendación de FPC) y la última película que acabo de ver, Diario de un escándalo. El nexo lo hallé en una crítica de Rodrigo Fresán en Babelia sobre la obra literaria de Zoë Heller en la que se basa este film del que recién he sabido. La reseña termina así: “Diario de un escándalo -como se autodefine El buen soldado de Ford- es otra ‘historia más triste que jamás he oído’ y que, a pesar de eso, o quizá exactamente por eso, felices de que así sea, no podemos resistirnos a que una infeliz voz nos la cuente hasta casi el más ínfimo detalle”. Efectivamente, así son ambas historias. Narraciones contadas meticulosamente. Dowell, un marido engañado, relata las relaciones de dos matrimonios, el suyo y el de los Ashburnham, durante las nueves temporadas que pasaron juntos en la intimidad convulsa del balneario de Nauheim. Se habían conocido todavía jóvenes, ricos, provenientes unos de Nueva Inglaterra y los otros de una guarnición colonial de la India. Y eran una mujer mentirosa, bella y con el corazón delicado; un capitán atractivo, un buen soldado, que se pregunta si demasiadas lecturas no serán malas para un buen jinete; una esposa decididamente católica y el propio narrador, un marido que después de que todo haya sucedido, comienza a saber qué se estaba urdiendo en su ignorancia. Eso cuenta, lo que finalmente ha sabido: "Me consuelo pensando en que se trata de una historia verdadera y en que, después de todo, la mejor manera de contar una historia verdadera es hacerlo como quien se limita a contar una historia".
En París era una fiesta Hemingway hace un retrato cruel de Ford Madox Ford. “Me esforcé por tener muy presente lo que Ezra Pound me había dicho de Ford: que no había que maltratarle nunca, que había que recordar siempre que sólo decía mentiras cuando estaba fatigado, que era un escritor bueno de verdad, y que había sufrido terribles contratiempos conyugales”. Ezra Pound podía ser un jodido fascista, tal vez un loco, pero sabía distinguir a los buenos escritores. Y respecto a los problemas conyugales, El buen soldado es sobre todo el relato de las pasiones de dos parejas, de las interioridades de unas relaciones que bajo la apariencia de su exquisita correción esconden pasiones devastadoras.
"Esta es la historia más triste que jamás he oído", se dice en la primera línea de la novela. Somos el oyente a quien se narra. Ocupamos un sillón en el salón de una casa de campo inglesa. Arde la chimenea y la noche es larga. Hay en todo lo que se nos cuenta una sutil ironía que se sirve de los mimbres del folletín para retorcer el argumento y la cronología de sus hechos hasta convertir el resultado en una verdadera joya literaria.

Por su parte, Diario de un escándalo es una película dirigida por Richard Eyre a partir, como ya se ha dicho, de una obra de Zoë Haller. Su magnífica banda sonora es de Philip Glass. Se trata también de un relato pormenorizado de pasiones, extraído, en esta ocasión, del diario de Barbara Covett (Judi Dench), una adusta y solitaria profesora de una escuela secundaria londinense que se hace respetar por sus alumnos aplicando una férrea disciplina. Barbara vive acompañada sólo por su gata, sin apenas relaciones sociales. Pero su mundo cambia cuando conoce a la nueva profesora de arte de la escuela, Sheba Hart (Cate Blanchett). Cree encontrar en ella no sólo a una leal amiga sino que llega a aventurar en esa amistad la promesa de una compañía afectiva en su cercana jubilacion. Esa ilusión se desvanece bruscamente cuando descubre que Sheba mantiene una tórrida relación con un joven alumno. Despechada, Barbara revela sibilinamente el terrible escándalo.
Dice Rodrigo Fresán que Zoë Heller (Inglaterra, 1965) “no sólo es una buena escritora sino que, además, es una excelente estudiante de Ford Madox Ford y de esa obra maestra de la ambigüedad que es El buen soldado. Por encima de todo, Diario de un escándalo es una de esas novelas cuyo verdadero tema y héroe es una voz: la poco confiable voz de Bárbara, quien nos cuenta la historia y que, por lo tanto, es la que decide qué incluir, qué esconder, qué dejar fuera y qué cambiar. Así Diario de un escándalo -como se autodefine El buen soldado de Ford- es otra "historia más triste que jamás he oído" y que, a pesar de eso, o quizá exactamente por eso, felices de que así sea, no podemos resistirnos a que una infeliz voz nos la cuente hasta casi el más ínfimo detalle”.

Confesiones

En EL PAÍS del sábado Juan Cruz charla con Jaime Salinas, quien se confiesa un gran tímido. El que fuera editor en Seix Barral y Aguilar, cofundador de Alianza Editorial e impulsor de Alfaguara, quien llevara las riendas de la Dirección General del Libro y Bibliotecas, se confiesa un enorme tímido. “Bebía para estimularme. Interpretaba en las reuniones como un actor. Yo interpretaba, recibía a la gente, la entretenía. Actuaba”. Cuánto sabe uno de esas interpretaciones y qué mal actor seguimos haciendo: cómo tiembla la voz siempre en lo más inoportuno.

jueves, noviembre 08, 2007

Alejandrino

Es el alejandrino un verso de catorce sílabas métricas compuesto por dos hemistiquios de siete sílabas cada uno. El denominado alejandrino anapéstico es el que acentúa siempre las sílabas tercera y sexta de los dos hemistiquios, es decir, la tercera, la sexta, la décima y la décimotercera de cada verso. Su ritmo, proveniente del dactílico empleado por la poesía clásica –de dos sílabas breves y una larga, UU_-, era el indicado tanto para la poesía del Mester de Clerecía como para la poesía épica. Género este último muy útil para la narración hiperbólica o fantástica de hechos históricos o para el relato de una historia fabulada que, generalmente, era protagonizada por un personaje central que movía la trama asistido por la divinidad y que en su doble faz guerrera y poética podía pergeñar versos tales como:

Ni en desiertos remotos, ni en montañas lejanas”.

miércoles, noviembre 07, 2007

Serandinas y el vino

Para M. y P.

Siempre he creído que aquí, en Serandinas, podrían darse buenas uvas, parras generosas, la promesa de un vino alentada en terrazas soleadas que mirasen altivas el curso oscuro del Navia, cepas que le gritaran al río que de esa pez que arrastra como agua y entristece el mundo se ríen los mil racimos brillantes de su fruto. Y tanto se reirían que hasta terminarían retorciéndose de alegría las vides y las vidas de los pocos que por aquí andamos. Pero mientras llega el enólogo pionero que haga realidad esta ilusión mía, el encantador que le ponga un espejismo de sonrisa a este paisaje, guardo a buen recaudo, en la despensa, el vino que días atrás tuvieron a bien traerme unos amigos que por aquí se perdieron. Tres botellas de vino que en la media noche del sábado, en las sombras mismas de las calles del pueblo y casi como si se tratara de un trueque clandestino, me entregaron esos entrañables visitantes como un alijo cordial. A menudo se le asegura a quien obsequia vino que será bebido a su salud. Pero poco puede hacerse por prevenir la salud del otro. Ese deseo de quererlo sano es siempre la buena fe de quien le brinda al sol. Por eso mi intención es otra. En esas tres botellas prometo yo paladear el recuerdo de una velada amable, eso que intuyo es ni más ni menos que la exacta medida del cabal provecho de la vida.
Xuan Serandinas

domingo, noviembre 04, 2007

Aurino

Regenta una cantina en Roces. Hace años organizamos allí una cena de amigos. Sólo abre el comedor en ocasiones especiales. Prepara entonces su mujer la especialidad de la casa, poulet au vin rouge. La denominación del plato no es ningún despropósito pretencioso en su boca por dos razones. Primera, porque su pronunciación del francés es voluntariamente enfática, cómica. Y segunda, porque se presta a la traducción al momento: pitu afogau en morapio. Aurino es quien más sabe de llave en el mundo. La llave es un deporte que parece fue entretenimiento de quienes le iban haciendo los raíles al tren. Clavaban un hierro en el suelo. En su extremo superior añadían unas aspas que había que intentar girar al lanzarles los tejos. Aún hay algunos merenderos asturianos que conservan el artilugio. También Aurino es uno de los que más sabe en el mundo de Alfonso Camín, aquel poeta modernista gijonés que vivió en Cuba, se murió de viejo, casi olvidado, fue enterrado en soledad y compuso uno de los puñados de versos a cuyo ritmo más parejas se han insinuado sexo: ponme la mano aquí Macorina. Vi a Aurino el viernes. Me comentó que llevaba casi un mes de vacaciones y que había ganado tres kilos. Su intención al cerrar por descanso la cantina era pasear, hacer vida sana, cuidarse y perder algo de peso. “Tres kilos llevo cogidos, fiu. La mio voluntad ye como una alfombra y ando tol día pisándola. Ya me lo diz la santa, ‘pero qué vas a ponete Aurino si non te val ya ningún pantalón’. Non te preocupes, santina, que me pongo el chándal”.

La diferencia que cubre la trampa

Se falló hace unos días la XXII edición del Premio Cálamo de Poesía Érótica. El jurado lo componían Francisco Velasco, Eladio de Pablo y Verónica García Moreno. Eligieron como la mejor de las obras presentadas la del poeta aragonés José Antonio Conde Lafuente, titulada La diferencia que cubre la trampa. De ella extraigo ahora estos versos:

Sin más pretexto
que la ortiga incandescente,
me hospedo en el almíbar,
en la brevedad del lamento
y nadie moldea mi vientre
ni lo mancha de brasa, ni dilata su reino.

lunes, octubre 29, 2007

Verónica y John

Daniel se quedó al cuidado de un indio. De un auténtico piel roja americano de la tribu de los cuervos. Quienes han sobrevivido de entre ellos residen en Montana, ese estado noroccidental que linda con las Montañas Rocosas y que es desde 1872, cuando se abrió el parque nacional de Yellowstone, pionero en la protección medioambiental. Daniel se quedó al cuidado de un cuervo en Bozeman. Su madre, Verónica, voló a España. Hizo escala en Ámsterdam. Luego en Madrid. Y finalmente recaló en Gijón. Ella y su marido, John Thompson.
Hace un año, el poemario Carne de Dios, de Verónica García Moreno obtuvo el XXI Premio Cálamo de Poesía Erótica. Su autora ha venido a presentar ahora el libro y a formar parte del jurado que ha fallado la nueva edición del certamen. Lleva tres años residiendo en Estados Unidos. Se ha casado allí con John, un tipo singular. Menudo, de ojos líquidos, piel clara, lentes redondas y perilla rala. Su rostro refleja una permanente sorpresa concentrada. Es profesor de español y está completando un laborioso estudio sobre nuestra guerra civil a través de la novela gallega. Habla con entusiasmo de su trabajo. Qué distinto sería nuestro acervo cultural sin estos hispanistas apasionados. Ha escrito también el prólogo al libro premiado. Nadie sabe de esos versos más que él, que ellos dos, juntos les dieron vida antes de que se escribieran. Así que quién mejor que John para presentar el libro. Estuvo sembrado. Tiene un español fluído pero parsimonioso. Habló de los tres libros de Verónica. Animal de luz le dio el Ana del Valle en 2005. Allí se escribían, entre otros, estos hermosos versos: “… la cadencia perfecta / que vuelve a un verso / en tigre o en gacela / y los arroja dentro del poema / para que se devoren mutuamente”. Carne de Dios el Cálamo en el 2006. Y está ya acabado Ser o estar, en el que parece se reflejará una dura visión sobre la deshumanizada sociedad norteamericana. Habló John también, lo justo, de por qué ha estudiado español, de por qué está empeñado en investigar el rastro de la guerra en la narrativa galaica, de por qué se ve a sí mismo como un republicano –republicano español, aclaró; no del partido republicano estadounidense, que es cosa diferente, distinguió-. Y luego leyó Verónica sus versos, que sonaron incluso mejor en sus labios que en el libro. Y no es ello siempre así cuando leen los poetas sus cosas. Lo fue esta vez y por ello recibió aplausos sinceros. Pidió John que se grabara con su cámara lo que en la mesa del escenario pasaba. Se hizo. Pero con tan mala fortuna que cuando al final del acto quiso comprobar cómo habían quedado las imágenes, se dio cuenta que se superponían a las de una fiesta infantil en Bozeman. Aún se veía parte. Fue entonces que me enseñó a Daniel. El pequeño que se fue a América con su madre cuando sólo tenía siete años y que apenas tres cursos después ya maneja con tal soltura el inglés que hasta en casa le reprenden la lenta e inexorable pérdida de su primer castellano. Daniel cantaba en la pequeña pantalla de la cámara una canción escolar con sus compañeros. Daniel se quedó en Montana al cuidado de un indio de la vieja tribu de los cuervos. Un indio que da clases en la misma Universidad que John y que tiene una pequeña de dos años a la que Daniel mima como a una hermana.
Me fotografié con Verónica y con John en el museo de la ciudadela de Celestino Solar, ese pequeño gueto residencial de los obreros gijoneses de finales del XIX. Paseamos un rato por el Muro. Nos tomamos un café en la Arena. Esa misma cámara en la que conocí a Daniel le sirvió hace un par de años a John para grabar un desenterramiento de republicanos –españoles- en el Bierzo. Me pregunta por la memoria histórica. Por la ley recién aprobada. Le hablo de mi abuelo. Teniente de alcalde comunista en un pueblecito asturiano del occidente. Esperaba en el País Vasco al final de la guerra por un barco en el que viajar al exilio. Alguien le reconoció. Lo juzgaron sumariamente en Oviedo. Está enterrado en una fosa común. Tenía treinta y ocho años. Seis hijos. Uno de ellos mi padre. Hemos sabido dónde se encuentra hace apenas cuatro años. Se llamaba Marcelino y dejó dos cartas escritas horas antes de su ejecución. Son estremecedoras. A mí al menos me lo parecen. Es historia y es memoria. No sé si es memoria histórica. Tampoco sé por qué le cuento esto a John. Lo conozco sólo hace un par de horas.
Desde Gijón se fueron a Santiago. Tenían una entrevista con Carlos Lama, editor de Galaxia. El libro de John está casi acabado. Desea que se lo publiquen en Galicia. Desde ahora esa esperanza es también la mía.

domingo, octubre 28, 2007

De nuevo Oz

La capacidad de imaginar al prójimo es un modo de inmunizarse contra el fanatismo.
Amos Oz ha estado en Asturias. Le han dado el Premio Príncipe a su obra literaria. Así que los periódicos regionales se han ocupado extensamente de transcribir sus opiniones y de reseñar su bibliografía. A uno, que desde que leyó su libro Una historia de amor y oscuridad este hombre le parece un referente humano y literario, le agrada haberle tenido por aquí. Aunque no le haya perseguido por los pasillos del Reconquista en busca de un autógrafo –no gusto de tales fetiches-, ni haya asistido a la conferencia que impartió en la Universidad de Oviedo –el trabajo me lo impedía-, me satisface que sus reflexiones, siempre tan sensatas, hayan llegado a muchos, y que sus libros, un ejemplo de escritura clara, comprometida y exigente, sean hoy gracias al premio más conocidos y leídos. La literatura, la que nos gusta y valoramos, no debe ser un secreto para iniciados, debe ser un bien a compartir, un gozo que al ser descubierto invitamos a disfrutar.

Me encuentro también hoy al acabar el día que en el nuevo País Semanal Rosa Montero le hace una jugosa entrevista a Oz. De entre lo que dice rescato un extracto: “La mayor diferencia entre la intelectualidad de izquierda europea y yo mismo es que los intelectuales de izquierda europeos, cuando ven un conflicto internacional, se apresuran a firmar un manifiesto contra los malos, organizan una manifestación apoyando a los buenos y luego se van a dormir muy satisfechos de sí mismos. Yo, por el contrario, tengo la actitud de un médico de urgencias. Si veo que ha habido un accidente de tráfico en la carretera y veo que hay heridos ensangrentados, antes de ponerme a determinar quién fue el que causó el accidente o qué porcentaje de culpa hay que repartir a cada cual, lo primero que intento es parar la hemorragia, y a continuación estabilizar al paciente. Y después de eso miraré la manera de curar las heridas. No pierdas un tiempo precioso preguntando quién tiene la culpa, porque además, en el caso de Israel y Palestina, no se trata de una cuestión en blanco y negro. Este es un conflicto entre dos derechos igualmente legítimos, el de los palestinos y el de los israelíes… Y a veces incluso pienso que es un conflicto entre dos causas igualmente erróneas”.

jueves, octubre 25, 2007

El miedo

De las imágenes de la agresión a la muchacha ecuatoriana, me resultó especialmente terrible la impasibilidad del viajero que todo lo ve sin intervenir. La mirada se me iba una y otra vez hacia ese muchacho que aparece sentado en al vagón en la parte derecha inferior de la imagen. Lo otro, la violencia de un infame, la humillación de una emigrante, son lacras sociales conocidas y a combatir. Contra el miedo, sin embargo, la batalla es más difícil. El miedo nos paraliza. Por eso, cuando veo repetidas las imágenes de la agresión, le pongo mi cara al cobarde y me pregunto una y otra vez qué hubiera hecho yo en su caso.

martes, octubre 23, 2007

Una lapicera

Todos necesitamos de algún tipo de ayuda para alcanzar un estado de ánimo apacible. Cada uno echa mano para ello de remedios diferentes. El mío es a menudo una lapicera. Un hilo tenso de grafito. De él se valen mis dedos, mi mano, todo lo que yo soy, para explicarme. Sin ese alivio de las palabras sobre el papel, del ordenado relato de los hechos y de lo que pienso, me falta, creedme, hasta el aliento. Y todo se vuelve turbio, todo se encrespa de tan irremediable manera que emerge lo que siempre habría de permanecer profundo. La sombra fría de lo mejor que alcanzo a ser algunas veces.

El quitanieves

El quitanieves no es sólo una máquina. Es una actitud. Se despeja el camino arrastrando hacia las cunetas la nieve acumulada. Puesto que tengo la piadosa manía de preocuparme por lo que el retrovisor refleja, prefiero la sal. Y hasta diría que los veranos perpetuos. Carácter estacional. En concreto, estival.

domingo, octubre 21, 2007

Cimavilla

El viernes se presentó el libro Cimavilla de retornos, pasiones y canallas. Fotos de Juan Garay y textos de mis amigos Emilio Amor y Juan Ignacio González. Se proyectaron en el salón de actos del Centro Municipal de La Arena las imágenes. Se extractaron para la lectura algunos párrafos. Fue un acto breve y aseado. Se unen en la obra sensibilidades distintas. Convergen en ese rincón de la ciudad que se volvía isla cuando las mareonas convertían la rocosa península donde nació nuestra ciudad en un pedazo de tierra a la deriva. Conforme se sucedían en la pantalla los bellísimos encuadres que se incluyen en el libro, fueron hablando los autores de las partes de que el libro consta. De retornos, porque todo lugar que convoca regresos merece una elegía. De pasiones, porque allí donde la temperatura del corazón o de las ingles escala grados hay un montón de historias encarnizadas. Y de canallas, que si transita gente de mirada turbia, solapa enhiesta y tatuajes que ponen “amor de madre” suele haber un puerto cerca, mucho polizón sin amarras y un dédalo angosto de calles con peligro. De todo eso y mucho más se escribe y se fotografía en Cimavilla.

De los retornos

Soñé durante años con este regreso. Y si nunca volví hasta ahora no fue razón la pereza, sino el hondo temor con que a veces nos acobardan los presentimientos. El aventurar, por ejemplo, que esa cruel desposesión que es el tiempo habría convertido las calles, los rostros y los muelles que el formol de mi memoria conserva intactos, en lugares distintos y difícilmente reconocibles, donde ya nunca le hallaría acomodo cierto a los recuerdos: a las rederas oficiando su labor de penélopes en el puerto, al olor de amoníaco de la fábrica de hielo y a la plata rutilante de los bocartes cubiertos por la escarcha y los felechos. La añoranza es mucho más que un museo de cera. Tiene aromas, sonidos y hasta estaciones por donde transitan primaveras de dichas y otoños de desdichas. He vuelto porque, finalmente, me ha podido el deseo de alojar por unos días entre la carcoma de mis huesos el más pequeño resquicio que pudiera hallar de cuando aquí viví y era joven; aun sabiendo, como sabía, que todo aquello hoy yace en profundo bajo la arena de los días.

José Carlos Díaz

Una pasión

Al final de todo la luna llena sobre la noche fría
Como un
sombrero en una esquina oscura,
Como un espejo entre las sábanas

Tal vez me hables como un ángel, con palabras tendidas
Desde tu corazón en el extremo de un ancla,
Y esos ojos de risa, gatopardos

Tal vez me hables de un amor que no exige palabras

Emilio Amor

Un ambiente canalla

Hay bares que redimen del mal de la vida y bares que apuran el mal de la muerte, bares que amanecen contigo y resuelven las duras llamadas del lado del tiempo, bares con noches canallas y bares con tipos sanguíneos que tiran de faca. Bares que te buscan y bares que anuncian las últimas horas de la madrugada, bares que prometen robarte la vida y cumplen promesas y pagan la cuenta, y bares que buscas pero no hallas nunca, y bares que quieren que nunca los halles. Hay bares de esquina y bares de infancia y del último trago. Bares de ignominias y de escapularios, de putas y artistas y de confidentes. Bares de borrachos y de malos tragos que ronda la dura verdad del suicida. Hay bares que duermen con la luz prendida por si necesitas la ruina y la calma, bares de la noche y bares del día que clavan la duda y hurgan en la herida, bares con la música pegada a la barra, lánguida de noche y ávida de cama. Bares que se esconden y bares que acechan, bares con idus de marzo que aguardan a que te descuides pa matarte el alma. Hay bares de sombras y bares de luces que cierran persianas y abren madrugadas. Bares donde hallarte y donde dejarte, de escotes de gatas, de rubias de frasco, de tipos cretinos y tipos cetrinos. Bares de chaperos, de cuero y de napa, bares donde amarse, y bares de Chueca y de Malasaña. Bares sol y sombra de las madrugadas, llenos de albañiles con hembra en la barra. Hay bares que huyen conmigo y hay bares que acaban la noche con la mar en calma, y bares de sueños que anuncian el alba, y lloran contigo porque es medianoche y aún hay esperanza. Hay bares que alumbran criaturas de hambre, bares de muchachas con ojos de selva y sal en el vientre, de ritos y danzas, y bares que nunca sabrás que te aguardan. Bares que te duelen de tanta nostalgia y bares que te matan de muerte barata. Bares que no existen aunque hayas estado, bares que te acechan y bares que te espantan. Y hay bares de todos y bares de nadie, bares que prometen pero luego nada.
Juan Ignacio González

jueves, octubre 18, 2007

Lo siento de veras

Ismael Rozalén se despide con un "Adios, amigos" de cuantos -y eramos muchos- le leíamos siempre. Lo siento de veras. Y puesto que no tengo modo de decírselo personalmente, empleo esta entrada -pocas han tenido mayor utilidad- para lamentar ese cierre, espero que temporal, de uno de los más entrañables blogs que uno haya conocido. Un abrazo, Ismael. Espero que algún día podamos compartir esas carrilleras prometidas.

lunes, octubre 15, 2007

Tránsito de gentes

a D. G.
Comida de despedida en homenaje a un compañero que se traslada a otra localidad, a otro puesto de trabajo. Somos más de veinte alrededor de la mesa. Buscamos ubicación según afinidad. Al sol que mejor nos calienta. Me pregunto cuántos de los que hoy nos reunimos trabajamos en algo que tenga que ver con nuestras apetencias vocacionales, con aquello que quisimos ser en la juventud. Me temo que casi ninguno. Y sin embargo llevamos en esto la mayoría ya muchos años. Paga alimento, casa, vestido y ocio. Quién tendría arrestos después de tanto tiempo para echarle un pulso a esta servidumbre que nos vuelve fácil lo material aunque a cambio distancie lo que antaño creímos irrenunciable. El envejecimiento nos hace agrimensores. Cada vez precisamos mejor las distancias. Lo alejadas que se han vuelto tantas cosas. Unas horas más tarde, sin embargo, me veré con alguien que está al otro lado de este cordón de seguridad que nos protege, de esa cuarentena que nos vuelve casi inmunes. A alguien que renunció mucho tiempo atrás a la red bajo el trapecio. Intento hasta que ocurra el encuentro disfrutar del menú. De esa lista de pequeñas raciones servidas en vajillas desproporcionadas, esa ristra de alimentos tan mixturados y con títulos tan pretenciosos que incluso requieren la glosa de quien nos los presenta bajo la barbilla. Sinfonía de quesos. Mosaico de pulpo. Pixín encamado sobre rissoto. Extraño minimalismo éste que se ciñe sólo a la mácula del plato y que sin embargo adquiere manierismo en su nombre. En la profusión de todo cuanto danza después de cada entrega, de cada acto. Estoy citado a las siete con un auténtico poeta maldito. Un tipo duro. Que estuvo en el trullo. Que se quemó las cejas en una acería. Que vivió en los márgenes oscuros, en los barrios canallas, en las compañías perras. Que finalmente se dedica a lo que siempre deseó: escribir abriéndose en dos. A lo largo de la comida, se ha ido bebiendo mucho. Las risas pierden discreción. Se aguza la confidencia malévola. Se vuelven más gruesos los trazos de cuanto nos rodea, de lo que somos en conjunto a la vista de los otros. Óleo enmarcado por lo oscuro que brilla, sin embargo, con colores intensos en los rostros de quienes posamos. Son casi las seis cuando llega el café. Se le da el regalo al homenajeado. Pequeño discurso. Brindis. Parece todo de repente un déjà vu. Y hasta lo que se siente viene como encauzado. Fluye calmo, sin riesgo de que desborde los márgenes por donde transita. En realidad ya apenas si tenemos memoria de las riadas que algún día nos anegaron por dentro de amor u odio, de utopía o violencia. Los años construyen diques. Resignaciones. Lo creo sinceramente mientras vuelvo a pensar en que dentro de un hora tendré en frente a alguien que aunque tiene casi mi misma edad sigue dejándose las uñas a diario en el hormigón de esos muros de los días, en ellos araña grietas profundas por donde corre lo torrencial cuando acontece. Tras salir del restaurante nos tomamos un café junto al compañero al que estamos despidiendo. Ha llovido. Se ha puesto frío el día. Baja también la temperatura del encuentro. Se relaja. Dejamos que se consuman lentamente las brasas. Me despido. He quedado en el Parchís.

Lo vi enseguida. Sentado en la terraza del café Instituto. En la esquina más oscura. Resultó fácil entablar conversación. Empezar a conocernos. Eso al menos me pareció. Furber fue el puente. Lo transitamos durante un rato. Anduvimos sobre sus ojos, apoyados en su pretil. Hasta que finalmente cruzamos al otro lado. A ambos otros lados. Apenas unos días atrás había leído su último libro. Cuando alguien se desnuda de esa manera en sus versos resulta más sencillo saber con quién te juegas los cuartos. Libro abierto. Le pregunté por un viaje en barco del que habla en sus poemas. Un crucero. Nunca hubiera imaginado a un tipo así en un crucero. Pero a su modo también entonces se mantuvo entero. Lo sentaron siempre lejos de la mesa del capitán. Jugó timbas con la tripulación. Se perdió por todos los puertos donde el buque recalaba, persiguiendo la sombra que el sol, al ponerse, iba arrastrando. Y terminó abrazado al final del viaje a un marinero cubano del que se hizo casi hermano. “Sólo poseemos aquello que conservamos después de los naufragios”. Así resumió aquella despedida, como el pecio precioso de una deriva por el Mediterráneo.

Volví a casa de noche. Por las calles del centro había mucha gente. El tránsito de la vida. Los que pasan y apenas si dejan más huella que un rastro de sombra en la retina. Los que se te agarran a la piel como la tinta de un tatuaje.

Mala suerte

Con frecuencia se suele achacar a los caprichos de la fortuna no alcanzar algún logro que se nos escurre de repente entre las manos como si de agua se tratara. En la ofuscación que produce la proximidad de un éxito y lo inesperado de su esquivo comportamiento final, se nos olvida que sólo haciendo un buen cuenco con ambas manos o, mejor, recurriendo a un recipiente con cabida suficiente y sin agujeros, hubiéramos sido dueños del agua, habríamos saciado la sed. La mala suerte es muchas veces –no siempre, sólo muchas veces- el consuelo de quien no desea reconocer su falta de acierto, con el agravante, muy corriente, de que no reconociéndolo no se le da remedio y uno se expone, de nuevo, a ser pasto otra vez del maldito infortunio. Por mi parte, y mientras no encuentre dónde diantres estuvo el error, seguiré quejándome de mala suerte. Supongo que es una manera de orgullo menor. Y un peldaño en la escalera que lleva del amor propio a la soberbia. Falta por saber si estoy bajando o subiendo. No soy gallego, pero tengo sangre fronteriza.

martes, octubre 09, 2007

Un año

Esta bitácora cumple hoy un año. Bébanse algo a la salud de estos Diarios y a la de quien los escribe. Me gustaría convidarles personalmente. Y no descarto que haya ocasión para ello algún día. Entre tanto, les agradezco su presencia, sus comentarios, su amistad. Y les dedico un relato publicado aquí hace meses, una pequeña historia, real, a la que le tengo especial cariño y que recupero hoy para la ocasión.

El perro de Goya


El sábado asistimos resignados a la agonía del perro de Goya. Esa cabeza suplicante que emerge en un plano inclinado en medio de la oscura nada y en la que algunos teóricos del arte han creído ver el inicio de la modernidad pictórica.
Salimos temprano de La Isla. Tomamos en dirección oeste la senda costera que arranca justo en la misma playa. Estaban los prados empapados de rocío, los tojos salpicados de salitre, le daba contraste al verde el azafrán silvestre, el sol iba ganando lentamente altura y fuerza, iluminando las laderas orientales del Sueve, y la mar había amanecido en calma. Era una hermosa mañana de octubre que nos dejaba ver, desde el acantilado que íbamos bordeando, el abigarrado escalonamiento de las casas de Lastres hacia su puerto y la bruma, que como una amenaza aún remota, comenzaba a diluir el horizonte.
A la mitad del camino pasamos por Huerres, que es un pueblo de hórreos antiguos y pomares de sidra. Luego subimos a San Juan de Duz, que tiene una enorme iglesia de principios del XX en la base de cuyo campanario se arrodillan dos ángeles custodios que han perdido sus cabezas. Desde Duz se desciende a través de un sendero empedrado y umbrío sobre el que los castaños van arrojando su fruto. A su término aparece la ría de Colunga, empantanada en un meandro final entre las arenas de la playa de La Griega.
Mientras los niños corrían ya descalzos de un lado para otro, nos tumbamos a leer bajo el sol.
Fue ya después de comer cuando se nos acercó renqueante un viejo perro que arrastraba trabajosamente sus patas traseras y husmeaba sin apenas fuerzas la arena con un cansino movimiento de cabeza. Parecía un cazador abandonado por su olfato, un viejo rastreador que sólo distinguiera ya el propio olor de sus llagas. Así anduvo durante un buen rato observado con recelo y curiosidad por quienes disfrutaban de la playa, con lástima infinita por mi hijo, que había dejado de jugar y me preguntaba qué podíamos hacer por el pobre chucho.
Entretanto, la niebla había ido acercándose rápida, cayendo espesa sobre la bajamar y como un humo ralo y acuoso sobre nosotros.
El perro se fue caminando con un esfuerzo doloroso hacia la orilla. Por el camino quedó atrapado en un charco del que no parecía capaz de escapar. Hasta allí fuimos con alimento y agua para prestarle ayuda. Pero siguió empozado, sin prestar atención siquiera a nuestra presencia, empeñado en hundirse en aquel rastro de un océano que venía tenazmente a su encuentro.
Lo último que vi cuando nos íbamos fue un lunar oscuro y aún palpitante al que la niebla y el mar iban envolviendo.
Miento, lo último que vi en realidad antes de dejar la playa fueron las lágrimas desconsoladas de mi hijo. Lloraba, sin saberlo, por una vieja pintura de Goya.

domingo, octubre 07, 2007

A robra

Sobre esa palabra, robra, escrita en fala, giraba el texto de Serandinas. Llegó como siempre por correo. Sin aviso. No atiende mi amigo a periodicidad alguna. Me escribe como de repente. Intuyo que me elige como si fuera un transmisor. Sabe que ante sus confidencias nada puedo. Las desvelo de inmediato. Me lo aproximan y con él a todo un ámbito, el paraíso perdido de dónde un día el ángel caído de la miseria arrojó a mis padres. Buscaban en la ciudad el pan que la tierra curiosamente les negaba. Y allí ha vuelto ahora, al cabo de los años, mi amigo del alma, que me habla de cómo se vive y de cómo se muere en la patria de mi sangre, en su elegido retiro. Hace unos días me cuenta que conversó con un anciano animoso del pueblo. Andrés tiene casi ochenta años. Son muchos pero los lleva bien. Desde hace tiempo gasta caderas de porcelana. Hay muchos vecinos con el mismo añadido a la cintura. Tengo al respecto una teoría. Lo cierto es que no la he comentado con nadie, pero siempre me ha parecido que todo se debe a la siega. Esta gente se ha pasado media vida segando con guadaña. Con un ritmo como de metrónomo sibilante. Girando el tronco casi una circunferencia entera. Prado arriba, prado abajo. Y eso debe de pulir el hueso. A mí me lo parece. Así que tarde o temprano renquean tanto que hay que cambiarles los rodamientos. Es buena solución esa ortopedia. Vuelven a caminar pronto. Pero se acaba la siega. Algunos compran ovejas o cabras. Limpian bien los campos. Andrés no las quiere por los frutales. Por los manzanos, los perales, los limoneros, los kiwis. Así que cada cierto tiempo paga unos jornales para que le rebajen la hierba crecida y el flequillo a los senderos. Siempre es un placer charlar con Andrés. Bienhumorado, paciente. Hay quien dice que esa chispa con que cuenta viejas historias se la aprendió al padre, El Francés. Un tipo rubio de ojos transparentes que nadie supo nunca a ciencia cierta de dónde venía cuando llegó al pueblo. Por entonces se construía la iglesia del lugar.

La iglesia la hicieron los bueyes. Durante años arrastraron el granito y la pizarra. Nobles. Lentos. Y en el belfo un aliento cálido. Se alzó lentamente el templo en lo alto del pueblo. Desde su atrio aún cae hoy la pradería valle abajo hasta el curso mismo del río. El caserío entonces era escaso. Estaba disperso. Rematada la obra, se subió hasta lo alto del campanario un ramo de laurel. Y para la robla se despeñó a los bueyes. Hubo comida abundante.

Tuve que buscar en el diccionario el signficado de la palabra robla. "A robra" en la versión de Serandinas.

jueves, octubre 04, 2007

Respuesta

(Salgo del ámbito de los comentarios, porque a través de una entrada como ésta puedo darle un formato más adecuado a la respuesta que quisiera ofrecerle a la intervención del Señor de Portorosa a propósito de mi último post.)

Querido Porto, una vez leído tu comentario compruebo que ha sido un acierto colgar Le petit carnaval en los Diarios. Me explico. No hace muchos días, detallabas tres condiciones que debía reunir un buen blog para ser interesante. Cada uno sabe lo que quiere del suyo y lo que busca en los demás. Éste, en concreto, se va haciendo a impulsos. Y el de ayer era provocar la reflexión sobre el velo de una niña musulmana que asiste a clase en un colegio catalán. Pues bien, se ha conseguido: ahí está tu razonada argumentación, que se agradece en lo que vale y por lo que de esfuerzo intelectual conlleva, y sobre la que vas a permitirme que exponga yo algunas objeciones.

Si la niña perteneciese a una comunidad de, digamos, millones de personas que llevasen varios siglos vistiéndose de clarisas, probablemente la autoridad educativa competente lo toleraría, ya lo creo que sí. La comparación es falaz, DR, creo yo. Estás comparando un capricho personal con un hecho cultural-religioso completamente arraigado entre cientos de millones de personas.

No debe desubicarse el hecho. Acontece en el seno de la Europa occidental y en un país que felizmente se ha incorporado a ella. Probablemente la comparación no sea la mejor posible. Quizás hubiera sido más pertinente hacer una doble comparación. Qué pasaría con una niña cuyos padres se negaran a que su hija llevase velo en una escuela de un país musulmán. Probablemente, las consecuencias serían terribles, de lo que se deduce que nos enfrentamos a religiones ancladas en una fase de desarrollo por la que otras transitaron hace siglos, cuando los autos de fe las pretendían obligadas y únicas. Y qué debería pasar con una niña que se empeñara en llevar velo en una escuela de un país laico. Eso es lo que tratamos de dilucidar ahora.

No creo que el arraigo de una práctica de costumbre o religión, su seguimiento por un número grande de personas, le otorgue superioridad moral o racional. Que haya multitudes instaladas en el medievalismo religioso no debe inclinarnos a respetar esa enajenación colectiva. Sólo a razonar los motivos que la suscitan. Por tanto un capricho personal puede compararse con un capricho colectivo. Tomados aisladamente ambos pueden contener el mismo grado de insensatez, parecidos atavismos.

Creo que el tema es espinoso y no se puede despachar de un plumazo. Por supuesto que a mí me parece una machada que esa niña lleve velo, pero eso no me hace ver bien que nosotros, que hasta hace nada teníamos colegios femeninos y colegios masculinos, que hacíamos ir a las niñas con medias hasta en agosto (ya, ya sé que no hay clases; es una exageración), y teníamos un crucifijo en cada aula, les digamos a todos ellos: "ya que están todos ustedes equivocados, y eso es evidente que es una gilipollez, no pueden hacerlo más".

No pretendía despachar el tema a vuela pluma. Pretendía provocar la reflexión sobre él. Efectivamente, ya no tenemos una escuela religiosa, ni machista. Se han erradicado ya reglamentaciones y prácticas que hoy a nuestros hijos les suscitarían extrañeza o les arrancarían una risa incrédula. Es por ello que no deben darse pasos en la dirección contraria. La tolerancia debe ceñirse a lo que permite la legislación de las sociedades libres. No acomodarse a hábitos o creencias inadmisibles de quien procediendo de colectivos, países o culturas instaladas en lo mitológico, lo totalitario o lo discriminatorio se trasladan a aquéllas. ¿Admitiríamos que la tierra no es redonda y que ello se discutiera en las aulas si de repente tuviéramos que escolarizar a una avalancha de emigrantes de una secta de tal jaez? Siguiendo nuestro espíritu de comprensión y tolerancia, nuestro amparo a la enseñanza de las creencias religiosas en la escuela, ¿tendrán también sus horitas semanales los chamanes bolivianos si entre la comunidad de ese país existe un grupo suficientemente numeroso de personas que exige su equiparación en tal terreno? ¿Toleraremos igualmente que se discuta la igualdad entre hombres y mujeres en un colegio público ubicado en un barrio de mayoría musulmana? Hay quien pudiera argumentar que se tratan todas ellas de manifestaciones de la diferencia cultural y que, por tanto, su prohibición pudiera atentar contra la libertad de creencias y cultos.

No estamos hablando de que la niña organice una ablación de clítoris y reparta invitaciones entre sus amigas. Estamos hablando de algo mucho más tolerable.

El daño físico que describes es irreversible. Se trata de una práctica aberrante, de una mutilación que se nos antoja más propia de tiempos remotos que de gentes que no sólo viven en el siglo XXI sino incluso en países del ámbito occidental. Quienes aún defienden tales barbaridades, obligan a sus mujeres al ocultamiento. Y aunque sería, eso sí, falaz decir que todos los que defienden el velo son partidarios de la ablación, no lo sería menos olvidarse de la parte de ablación moral que supone para las mujeres la utilización de una prenda cuya única justificación tiene por argumento su sometimiento al varón.

Sé que es lento y que no garantiza el éxito, pero creo que ante este problema hay que insistir mucho más en convencer, en educar, que en prohibir.

Por un perverso influjo de la posmodernidad, hay una tendencia, creo que nefasta, a otorgarle connotaciones sólo peyorativas al verbo prohibir. La educación también consiste en prohibir. Se puede y se debe convencer por el razonamiento, a través del ejemplo, por la vía de la autoridad intelectual. Pero cualquier tipo de colectividad precisa de normas que aseguren la convivencia, de orden (otro término sobre el que se ha cebado la mala prensa). Y ello exige prohibiciones.

Por otra parte, esa niña quiere eso como los nuestros quieren hacer la Primera Comunión, supongo: no tienen ni idea de lo que es pero lo hacen todos sus amigos.

En esta historia, la opinión de la niña debería contar poco. No estamos hablando de una denuncia por malos tratos o por abusos sexuales en la que el testimonio de la víctima, a una edad como la de esta niña –ocho años-, sería ya relevante. Estamos hablando de un problema de discriminación, de costumbres poco edificantes, de religión. Y ahí, la edad de la niña es lo suficientemente escasa como para que a su opinión no se le de valor alguno. Respecto a lo de la primera comunión en España, el asunto daría para otra buena parrafada. La hipocresía social y las ganas de jarana de las que hacen gala muchas familias españolas con respecto a este sacramento son lamentables.

En cualquier caso, me parece mil veces más importante la escolarización de esa niña (que eso sí conseguirá que deje el velo, muy probablemente; y lo conseguirá bien, convenciendo) que el que vaya o no con velo. Y estoy de acuerdo, por tanto, con la decisión tomada. Los padres probablemente serán impermeables a cualquier razonamiento, en este tema. ¿Qué se hace, según vosotros? ¿Se les quita la custodia? ¿Por musulmanes ignorantes? Porque no van a consentir otra cosa, porque ellos no van a cambiar de parecer ni a la niña se le puede arrancar el velo al entrar al aula.

En efecto, la solución es difícil. Debe compaginar el respeto a la enseñanza pública y laica, la defensa de la no discriminación por razón de sexo, la necesidad de que todos los niños estén escolarizados y el menor daño posible a la niña. Pero que alguien no cambie de opinión, como apuntas, no debe condicionar la acción de la autoridad administrativa. No parece de una gravedad extrema el uso de velo por esta niña. No se deduce de lo que se sabe acerca del hecho en concreto que exista hasta ahora en la pequeña un acomplejamiento por la singularización a que la somete el uso de la prenda. Pero qué sucederá cuando ello se extienda. En Francia han sufrido el problema. La permisividad hacia quien hace uso de ella no en el ámbito de lo privado, sino como primer paso para el proselitismo y la posterior imposición es, a mi juicio, poco justificable.

Las autoridades competentes toleraron durante décadas (y sigue tolerándolo) que se separasen a niños y niñas, o que se rezase en clase, o se pusiesen ceniza en la frente un día al año, en la misma aula. Y ahora que somos "mayores" y europeos, ba-jo-nin-gún-con-cep-to vamos a consentir que alguien tenga un comportamiento en público condicionado por sus creencias.

Sobre esto, retomo lo ya apuntado. Ni un paso atrás en la defensa de las libertades. Que hayamos padecido una dictadura autárquica durante casi cuarenta años, no le quita validez a las críticas que pudiéramos hacer respecto de las dictaduras que aún hoy someten a sus pueblos en muchos lugares del mundo. Es más, nos carga de razones.

Algo hay que hacer, claro que sí. Pero no son clarisas, DR, no es un disfraz. No seamos tan prepotentes.

¿Dónde está la prepotencia, en quien, como tú bien dices no tiene intención alguna de evolucionar hacia la modernidad y prefiere mantenerse en el convencimiento de que a la mujer debe tapársela, o quien, por el contrario, respeta y defiende la libertad religiosa en el seno de una sociedad democrática y tolerante hasta donde lo permiten sus leyes, y que intenta reflexionar por la argucia de la comparación –más o menos afortunada- sobre qué razones le asisten a cada cual en este conflicto?

¿Relativismo? ¿Nos doblegamos ante una cultura más atrasada? No sé. Puede. Desde luego lo que tampoco podemos hacer es darle un guantazo a esa cultura, ahora que nos encontramos, y llamarla gilipollas. No es una niña. Son millones. Y varios cientos de miles van a venir. ¿Alguien se cree de verdad que la actitud adecuada ante la parte de sus costumbres que aquí no aceptamos es tolerancia cero? Pues perdonadme, pero a mí eso sí que me parece ser iluso y poco realista. Dadles trabajo. Que vivan bien y se eduquen (que se eduquen, coño, no que les echemos del colegio). Veréis qué pronto se olvidan del velo y de no comer jamón. Y habrá un caso de cada mil. Y ni que decir tiene que ese caso tendrá que ir a clase; antes que los demás, si me apuráis.

Pocas sociedades han hecho tanto por la integración, que no asimilación, de las comunidades musulmanas emigrantes como la holandesa. La tolerancia que se les prodigó se tuvo por ejemplar en los ámbitos más progresistas. Y sin embargo, y después del asesinato del cineasta Theo van Gogh, el 2 de noviembre de 2004, por un marroquí-holandés de 26 años, Mohammed Bouyeri, se empezaron a revisar esas políticas de consentimiento, de permisividad. El homicida había sido un holandés de origen musulmán que hablaba precariamente el árabe, integrado en un grupo islamista que tenía por diversión ver vídeos de ejecuciones de herejes y apóstatas. Se pudo comprobar entonces que era muy reducido el número de aquellos ciudadanos de ámbito musulman que se sintieran identificados con las instituciones y prácticas democráticas de la sociedad holandesa, que rechazaran la violencia, que no siguieran aferrados a esa suerte de limbo religioso de sus ancestros. La más verosímil explicación a ello es, a mi juicio, la que aportan gentes con la valentía de Ayaan Hirsi, para quien el meollo del problema no está tanto en los prejuicios y la discriminación, que no niega y que por supuesto combate, como en la naturaleza misma de una religión y de una tradición incompatibles con el género de coexistencia pacífica y amistosa que cree posible alcanzar el multiculturalismo.

Decía Vargas Llosa: Europa no puede renunciar a los valores de la libertad de crítica, de creencias, a la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, al Estado laico, a todo aquello que costó tanto trabajo conseguir para librarse del oscurantismo religioso y del despotismo político, la mejor contribución del Occidente a la civilización. No es la cultura de la libertad la que debe acomodarse, recortándose, a sus nuevos ciudadanos, sino éstos a ella, aun cuando implique renunciar a creencias, prácticas y costumbres inveteradas, tal como debieron hacer los cristianos, justamente, a partir del siglo de las luces. Eso no es tener prejuicios, ni ser un racista. Eso es tener claro que ninguna creencia religiosa ni política es aceptable si está reñida con los derechos humanos, y que por lo tanto debe ser combatida sin el menor complejo de inferioridad.

(Por si alguien todavía lo duda, en cualquier caso no sé cuál es la solución)

Yo tampoco la tengo, querido Porto, pero no debe ser de ningún modo la tolerancia a cualquier precio.