Se está bien en los museos cuando hace calor. Como en las catedrales. Finalmente se acaba viendo lo mismo en ambos lugares: el tenaz inventario de cuantas obsesiones en el mundo han sido. Se sale a la luz en la galería Villanueva. Se llega a esos mármoles carnales de Rodin después de haber dejado atrás el recogido ámbito de las primitivas capillas italianas. Se respira entonces profundo en ese espacio, como aireando los rincones oscuros del pecho. Se toma asiento, haciendo el primer alto en los bancos sin respaldo. Se atisba por los vanos de las estancias una confusión hipnótica de colores.Viene de repente, en sentido contrario al de la visita, un monje. Alto y rubio. Poco más de treinta años. Descaradamente apuesto. Con hábito franciscano y sandalias de cuero. Paso rápido. Prestando apenas atención a lo que cuelga de las paredes. Lleva por encima de la frente, a modo de visera, unas modernas gafas de sol. La japonesa que contempla fervorosa el retrato del joven caballero de Vittore Carpaccio se vuelve. Una brisa imperceptible le acaba de rozar el hombro. Ve alejarse al monje. Es como la encarnación de un figurante. Con prisa por ganar la calle y unas lentes ahumadas para sobreponerse al sol después de muchos años.
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