En el mismo paso de peatones donde aguardamos para cruzar hacia Montera, una mujer de escote generoso, falda muy corta, pechos desbordados y piernas que a duras penas tornea el alza de sus tacones, se despide de un viejo aseado con dos besos, uno por mejilla, como en la canción. Una propina de cariño después de un revolcón rápido y espurio. Él se va por Fuencarral. Ella cruza a nuestro lado. Vuelve a la calle. Escaparate sin cristal. Fuma. Quema el aliento del anciano. Todo transcurre en medio de la gente. De mucha y apresurada gente. Bajo el sol. Un sol que arde en seco. Me siento entonces ajeno a todo. Por encima de los ojos, sobre la pantalla que me cuelga por dentro a la altura de la frente y oyendo más nítidamente el arrastre del proyector que el tráfico de Gran Vía, veo una y otra vez el cuerpo algo repulsivo de la meretriz, la despedida altiva e impostada del viejo, el mundo desenfocado que rodea la escena. Durante un buen rato, este corto reportaje callejero percute reiteradamente su cotidianidad insulsa en mis sienes. Aún no sé por qué. Escribo por ponerle voz. Al llegar a Sol, mi hijo busca el kilómetro cero.
5 comentarios:
a los que vivimos en Madrid, nos gustan esos paseos foráneos, esas miradas limpias de cotidianidad y dispuestas a comerse la vida como la tuya, diario. el madrid que veo hoy aparece refrescado, sin olores nauseabundos ni resaca de orgullos, ni patetismo en la Montera. gracias por esos trocitos que nos hacen creer que de aquí podamos ir directamente al cielo...
Quién sabe si todo fue sólo un trampantojo. Montera, dos besos, un viejo y una mujer desparramada por las costuras de un traje escaso. La mirada provinciana de un recién llegado. Y el calor, que todo lo vibra hasta volver impreciso el contorno de cualquier cosa.
Un abrazo, Jin.
Tratándose de la calle de la Montera, no fue un espejismo. Aunque, en realidad, cualquier calle podría haber sido testigo de lo que cuentas. Lo que, a su vez, nos lleva a ver cualquier calle como normal: en ella, en cualquiera, puede ocurrir de todo. Lo mejor de ser de un lugar es la posibilidad de elegir la parte que te gusta o te atrae o te acoge más sin dejar de lado las otras: que se visitan de tanto en tanto por obligación o gusto. Y esa parte tiene indudablemente meretrices y viejos: pero también luces y más de un sucedido que dejó su huella imborrable. Aún me veo cogiendo el autobús en la parada que había ante la Casa del Libro y abriendo con fruición "Four Quartets", el primer libro de Eliot que compré. Y de eso hace más de treinta años...
Un abrazo
Anduve tanto y por tantos rincones durante esa semana en Madrid que apenas si me quedaron fuerzas para escribir nada. Ya sabes que lo hago cuando viajo, que tomo apuntes en el diario y relato, con mejor o peor fortuna, lo que va sucediendo y lo que se va sintiendo. Por Madrid apenas si pergeñé algunos esbozos de cosas, que, como éste, me parecían que tenían la apariencia imprecisa de microrrelatos. Una ciudad que se vive sin prisas y por tiempo, como tú has vivido Madrid, guarda en sus rincones, y bajo las capas de pintura que el tiempo le ha ido dando, el rastro de lo que fuimos y nos ha ido haciendo.
(Por cierto ayer me acordé de ti cuando comentaron que por La Rioja tenéis el mejor aire de España, el menos polucionado. Buen vino y buen aire, qué más se puede pedir.)
Un abrazo.
D.R., en mi modesta opinión escribes maravillosamente: “la calle es un escaparate sin cristal y la prostituta fuma quemando el aliento del anciano”, ¡estupendo!
Te cuento una pequeña anécdota para que veas lo diferentes que pueden ser las miradas. Mi mujer, el año que preparábamos oposiciones, iba a una academia que estaba en la calle Montera o en sus aledaños y yo, que la iba a buscar a la salida, quedé asombradísimo del atuendo tan ligero y estrafalario de algunas señoras que estaban en la calle. Ingenuamente se lo comenté a mi mujer y todavía hoy se ríe de mí. La anécdota ha quedado como una leyenda familiar sobre mi perspicacia. Diré en mi descargo que esas señoras no se parecían nada a las prostitutas de las películas.
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