Hay tardes que se prolongan inesperadamente en las tabernas. Todo empieza con el encuentro ocasional con un amigo o con el asco repentino. Apenas se precisan no más de un par de copas. Apenas de la cháchara confiada de quien nos acompaña o del rumor de las voces que creemos hoscas cuando entramos en los bares, pero que pronto se nos vuelven dichosamente cómplices. Allí procuras ese calor que arranca en la garganta y te baja como los consuelos hacia el pecho, ese calor que vuelve romas las aristas de todo mundo. Te acompaña esa tibieza íntima hasta la cama. Contigo comparte el duermevela de una embriaguez que siempre se te antoja gobernable. Esas noches tienen manos ásperas. Como si en la oscuridad algo indefinido pero repulsivo se te ciñera de tal modo que todo cuanto piensas se torna alucinación. Y hasta tus propios dientes, ese dominó minúsculo que has ido erosionando con malos tragos, te parece, de pronto, ajeno. Y aún así intentas desesperadamente borrar el polen amarillo con que las flores del mal lo cubren. Te miras en el espejo del baño, allí anda casi hipnótica la carne viva de los ojos. Te cepillas extenuadamente la dentadura hasta que despiertas en ella caries remotas, hasta que notas el sabor ácido de la sangre en las encías. Expías con esa higiene las culpas que te intuyes. Te acuestas luego a oscuras y sientes de inmediato un dolor angosto, subterráneo y sutilmente afilado en uno de los dientes. Te llevas el pulgar y el índice hasta el sitio mismo donde percibes la punzada. Se agazapa en un diente que no es diente, sino el preciso decorado de la nada, un sepulcro blanqueado, una endodoncia. Y esa fiebre ebria con la que te has ido a la cama escarba sagazmente en ese punto exacto la explicación de tu dolor. Te desvela que tu boca es Troya y ese pedazo de marfil intruso el caballo donde se esconden los gusanos de tu destrucción, los vermes silenciosos que minan tu ruina entre los maxilares, que se reproducen como ratas y que te desdentarán antes del amanecer si el sueño no te salva.
3 comentarios:
Pero si es que algo al final nos salva, no es el sueño sino el amanecer.
Y un buen café para la resaca.
Un abrazo
Amaneceremos, Juan Carlos, con ese café en la mano que nos propone Luna.
Un abrazo a ambos.
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