Leo en El País que Juan Goytisolo sentenció en Formentor que "si no se crea un lenguaje nuevo, escribir no tiene interés". Siempre le han parecido a uno estas rotundidades de los consagrados como una (im)postura frente al espejo. La barbilla en proa, el gesto áspero, la mirada desafiante. La palabra literaria es el fruto de una combinación en la que se mezclan con proporciones diversas el sentimiento que la inspira, la experiencia sobre la que se impulsa y el medio en que se incuba y crece. Los matices que tal amalgama ofrece son casi infinitos. Y el interés que pueden despertar estará en relación con las expectativas que satisfagan. No es fin menor que, si el propio autor es exigente, lo que escriba le consuele, pues, a buen seguro, procurará igual consuelo a muchos de sus lectores —y entiéndase por tal no sólo alivio de un ánimo decaído, sino reparación de la pérdida que está tantas veces en el impulso de la escritura—. Para darle sentido a la vida, que es, según Magris, el objeto último de la literatura, debe conocerse mejor nuestra naturaleza, debe exponerse en la bonanza, pero sobre todo en medio de las circunstancias extremas que la desvelan. Y hemos de ayudarnos para ello de la ficción, de la intución o del detalle de la experiencia. Incluso de la experimentación formal, que puede abrir nuevas vías también en el proceloso acceso a la metáfora del alma. Pero el lenguaje nunca es fin sino medio. El interés de lo literario se instrumenta en la retórica, pero apunta siempre a la semántica. “Cuentan que Ulises, harto de prodigios, / lloró de amor al divisar su Itaca / verde y humilde. El arte es esa Itaca / de verde eternidad, no de prodigios” (Jorge Luís Borges).
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