Se comentó en la cumbre de Copenhague. Se dio cuenta del suceso en los informativos. Un iceberg del tamaño de un país abandonado navegaba por el Pacífico deshaciéndose más lentamente que un par de piedras de hielo en una copa de bar.
Al crucero un armador cursi le puso por nombre Navidad. Surcaba los mares en cualquier época del año, pero el muy soplapollas le puso Navidad. Iba repleto de gente. De orquestas de night club barato, casinos de monopoly, parejas ensayando una reconciliación imposible mientras se hacían el amor entre arcadas, maricas de pelo color jena, camareros cubanos, niños sin sueño y un capitán de orillas del mar Negro, de justo encima de los detritus del Danubio, un rumano francamente desagradable.
El impacto sonó como papel de regalo cuando se desenvuelve con prisas. Fue un ruido como de grieta desbocada. De derrumbe. De cataclismo. Como si se precipitaran por el suelo todos los adornos de los abetos del mundo. Los abetos mismos. Como si los renos de Santa Claus pisaran con saña el destrozo y rumiaran irreverentes los belenes. El barco fue un nuevo y luminoso Titanic. Una Navidad a pique. Náufraga. Sin supervivientes.
(Les deseo un buen 2010, si logran salir a flote.)
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