Volamos camino de casa. Planicie inglesa. Verde salpicado de bosquecillos y remiendos de hierba agostada que servirá de postre en los establos cuando llegue el invierno. Cielo azul. Mucha luz. Al otro lado del pasillo viaja un tipo obeso. Lleva un traje beige de verano. Tiene el cráneo rapado y la piel bronceada. Calza unos zapatos de ante algo subidos de tobillo, con elástico en los laterales. Puntiagudos. Cuando pasa la azafata con su bistró rodante, le pide dos botellitas de vodka y un redbull, unas patatas fritas grasientas y un dulce de chocolate y caramelo. Me puede la curiosidad. Está tan sólo una fila de asientos por delante y puedo por ello observarle sin temor a que me descubra. Se prepara el cóctel y se lo bebe en un pispás. Come las porquerías con gula, se lame los gruesos dedos. Luce un anillo con piedra preciosa en elmeñique de la mano derecha. Deja los desperdicios sobre la bandeja. Los envoltorios pringosos, el vaso de plástico, la lata, los botellines. Extrae del bolso de su americana un aifón con auriculares. Debe de estar escuchando música al tiempo que hace sudocus en la pantalla táctil. Me temo que lleva en las yemas de los dedos una película de chocolate derretido. Que los números se le enterrarán como velas en una tarta de cumpleaños al sol. Definitivamente este tipo me ha distraido de la lectura, algo pindárica, del diario de Dionisio Ridruejo. El ritmo estacional. Los cultivos. Flores y pájaros. Todo transcurre en Diario de una tregua con una delectación algo infantil ante la naturaleza. No obstante, como en toda narración bien trabada, el ritmo de lo que se cuenta termina predisponiendo. Por eso venía uno admirando por debajo de las alas del avión el mundo ordenado sobre el campo británico, el esplendor de la luz sobre el paisaje. Pero el encanto se ha roto al otro lado del pasillo. Con otra naturaleza. Humana. No puedo quitarme de la cabeza la imaginación de este ser comerciando meretrices de caderas anchas, relamiéndose con un churrasco o apostando en las gradas desvencijadas de un canódromo de Atlantic City. Qué retorcido me he vuelto.
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