Blanco nocturno, de Ricardo Piglia, Anagrama.
A quienes tenemos la mala costumbre de rendir cuentas con casi todo a base de renglones, suele sucedernos que la envidia literaria nos despierta el apetito: cada vez que leemos un buen libro nos dan unas incontenibles ganas de ponernos a escribir. Lo que viene a continuación del prurito, aun intuido, no nos bromura sin embargo el impulso: el resultado de esa fiebre por contagio nunca se acerca al original que la trasmite. Eso se sintió con la lectura de Blanco nocturno, de Ricardo Piglia, sobre todo en esa primera parte de corte negro y narración ágil y absorbente, cuando se seguía la trama pero se le buscaba al relato los mecanismos que permiten a ciertas novelas discurrir con la soltura de los fluidos ligeros. Hay un asesinato y un policía viejo e intuitivo que lo investiga y un inculpado que sabemos inocente y unas mujeres con aire fatal y una trama de intereses económicos y una familia sobre cuya historia gira el devenir del lugar y un periodista que llega con mirada curiosa de extranjero para ordenar ante el lector los acontecimientos y sus motivaciones. Y cuando todo parece apuntar a un desenlace clásico de ficción policial, donde las piezas del rompecabezas se ajustan y complementan, la segunda parte toma derroteros inesperados y se vuelve sorprendentemente inaprensible, levanta el vuelo y mira desde una distancia casi onírica el deambular de unos personajes que ya no actúan tanto desde la lógica negra como desde la pasión del carácter. Todo se vuelve entonces demasiado incierto como para componer un final cerrado. Pero incluso así sigue el pulso de lo narrado manteniéndose sin desmayo y concitando la atención del lector.
Esa deriva del relato tiene que ver con la falta de certezas. En su mitad, el comisario Croce le dice a Renzi, el periodista, que le interesa mostrar que las cosas que parecen lo mismo son, en realidad, diferentes. Dibuja para demostrárselo un pato que, mirado desde otra perspectiva, se vuelve un conejo. Según Piglia esa es la clave de Blanco nocturno: “Pequeñas distorsiones en la percepción. Eso era el nudo secreto de la novela”.
Cabe añadir que bajo ese propósito último van sucediéndose además un total de cuarenta y dos notas a pie de página que funcionan como complementos que informan sobre algún aspecto de lo narrado o aportan un respiro divertido, un apunte literario o histórico, o una pincelada tan poética y hermosa como la que desvela de un personaje que: “Cuando se acostaba a tomar el sol en el pasto sobre una lona blanca, las gallinas trataban siempre de picotearle las pecas”. Incluso algunas de estas notas podrían ser por si solas pequeñas narraciones o constituirse como embriones para empresas literarias de mayor aliento. En cualquier caso sus deliciosos bosquejos confirman la finalidad caleidoscópica que se persigue en la obra, la posibilidad de acercarse a distintas realidades con sólo variar el punto de vista, con sólo agitar en un espacio cerrado, mente o novela, las esquirlas de cuanto sucede.
No hay comentarios:
Publicar un comentario