Aun no estando demasiado lejos de casa, la sensación era la de encontrarse casi en otro país, si me apuran incluso casi en otro tiempo. Se llega allí venciendo el puerto, ganando altura, perspectiva, vértigo, y cuando se alcanza por fin el otro lado, aparece en un desvío a la derecha un pequeño cartel de madera con la distancia al pueblo. Ochocientos metros a S. E, dice (Si confiaban en que precisase el lugar estaban verdaderamente confundidos. Un viajero cuenta experiencias y desvela a su través el alma que lo habita. Su carácter queda desnudo al contacto con paisajes desacostumbrados y con gentes desconocidas. En eso consiste la literatura de viajes, no en escribir guías geográficas).
S. E. está cerca del río. No se ha dejado tentar en muchos años por casi nada nuevo. Sigue empeñado en la piedra, la pizarra y el castaño. Oscuro y constreñido. Salpicada sólo esa austeridad cromática de muros y tejados por los geranios rojos y sobre todo por las parras verdes y amarillas, cargadas ya de racimos aún tan inmaduros y tensos que no parecen reales. En los huertos, en cambio, la fruta está en sazón y las higueras ya huelen. En un antiguo barril de vino florece una mata abundante de perejil. En el silencio absoluto de la aldea se oye sólo el juego de media docena de críos. Aquí casi no queda nadie en el invierno, pero en agosto el cuidado abandono del caserío se repuebla con vecinos ocasionales. La carretera que lleva al pueblo se para a las puertas. Como todo lo que resulta novedoso, tampoco ella ha logrado meterse adentro. Los pocos viejos que resisten aquí todo el año salen al umbral de sus casas en el verano por ver ese atisbo de vida que de pronto se hace chiquillería en las calles, y crece en el emparrado, y madura en los bancales, y se cuela entre los aleros de los tejados con la luz azul del sol. Pensarán quizás que dura nada. Como la propia vida. S. E. se libró hace sesenta años del pantano. Muy por encima lo sobrevuela una línea de alta tensión que lleva electricidad a la meseta. A los pies del pueblo, desciende el delgado trazo de un río estrujado cauce arriba por las turbinas. A S. E. no lo anegaron las aguas, ni lo maleó la prosperidad que no alcanzaron nunca estas tierras. Se fue quedando quieto, como un reflejo vivo de los pueblos que se hundieron bajo el embalse. Por eso es tan líquida la mirada de los viejos que ven correr a estos niños estivales y curiosear a este visitante ensimismado que ha llegado hoy aquí casi por casualidad, para pisar un país desconocido y casi también un tiempo anterior y detenido.
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