Foto de Duccio Malagamba |
Al final de su esfuerzo, el nadador de Cheever
llegaba al otro lado de la vida. Ayer, después de salir del último y fatigante
largo, sentí un poco de frío por la brisa de la tarde, pero también quizás
debido a una certeza repentina: que ese último largo me había llevado no sólo
al otro lado de la piscina, sino también al otro lado del verano. Antes había
estado leyendo al sol el periódico y su suplemento dominical. De esas páginas
se asentaba el poso de un artículo de John Carlin sobre la Light and Hope
Orchestra, una formación musical egipcia de mujeres ciegas. Relato de cómo puede superarse
un arrinconamiento debido a la propia condición femenina y a la limitación
física, y advertencia, al tiempo, sobre el riesgo de que ese logro casi
milagroso de dignidad y futuro quede en nada si las ingenuamente llamadas
primaveras árabes terminan por favorecer el auge del fanatismo. Algunas páginas
después se denunciaba en otro artículo que por nuestros lares se cierne también
una amenaza de tintes religiosos. Una amenaza menor, incomparable, es cierto,
puesto que no pone como aquélla en riesgo vida alguna, pero que no deja de ser
preocupante por su tufo sotanero y casposo. Que un ministro que, antes de
entrar a formar parte del gobierno, se las tenía en los mentideros
periodísticos por adalid liberal, pretenda amparar legalmente la segregación
por sexos que unos cuantos centros concertados, mayormente opusdeísticos,
practican con la financiación hasta no hace nada (una sentencia reciente del Supremo
parece haberlo remediado) de las subvenciones estatales —con el dinero de todos, por tanto—,
produce, más que indignación, desconsuelo, tristeza de que un país, mi país, retroceda
tanto en tan poco tiempo. A veces uno siente que mastica hartazgo. Tal vez haya en ello también algo de esa melancolía con que nos arruga el último largo del verano, ese
rastro frágil que dejamos en el agua apenas hace nada y que ya no vemos, ese rastro que se vuelve sombra en la estación menguante y hasta en la vida misma.
2 comentarios:
Brillante columna, José Carlos
Hagamos otro largo, volvamos al inicio indolente y veraniego, prometedor y soleado del cuento de Cheever.
Un abrazo
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