El sábado, después de comer dimos un largo paseo. Estaba el día espléndido. Sólo a medida que caía el sol se iba
enfriando la tarde. El laurel y las mimosas andaban floridos, las casas de campo,
casi todas vacías. Algunos perros nos salían al paso o ladraban desde el otro
lado de las cercas. Los acantilados se diluían a lo lejos acuarelados por la
calima. Al llegar a casa, C. puso en un jarrón de cristal un ramo de romero.
Se parecía a esos bodegones humildes y suficientes de Ramón Gaya. Lucía hermoso
sobre la mesa del comedor. En eso, pensé, se quedó la caminata. En eso y en un
sosiego de cansancio provechoso, de paisajes alargados por la luz rasante del
final del día, de silencios y de brisa invernal sobre el rostro.
2 comentarios:
TE NOTO UN TANTO MELANCÓLICO. PERO ES UNA MARAVILLA DE RELATO. COMO TODOS LOS TUYOS.
¿No te falta añadir el olor que desprende el romero en el florero?
Me ha gustado el paseo
Tengo en descanso el blog
Luna
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