Se ve desde la carretera muy en lo alto,
erguido con la arrogancia
de todo lo que elije las cimas para manifestarse:
poder, corona, cruz, veleta o castillo
—versiones, en fin, del miedo—.
Y aunque reverbera atravesado de sol
en este mediodía ardiente de julio,
el granito de sus calles retorcidas
asperja al menos un aire umbrío y fresco.
Estas piedras enormes,
que son su sostén y su adarve,
han permanecido durante siglos
en un equilibro de amenaza y prodigio.
En sus axilas,
como en un nido expuesto a las corrientes,
se alivia hoy la fatiga de este viajero.
JCD
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