A las guías ilustradas de los
lugares a los que viajamos —siempre es bueno servirse de lazarillos cuando afrontamos
lo desconocido—, conviene acompañarlas de libros que hablen de esos mismos
lugares pero de un modo parcial y apasionado. Poemas sobre rincones que podrían
pasar desapercibidos, leyendas sobre naufragios que no dejaron pecio alguno,
recuerdos de infancia apuntados en diarios de letra menuda, fotografías de muros
que al atardecer parecen rothkos y de
casas sin encanto aparente donde se traficaron amores o se salvaron patrias. En
ese equipaje imprescindible de itinerarios alternativos para lectores que
viajan debe tener cabida un libro como Ciudades en fragmento (Editorial
Impronta), de Ernesto Baltar. El diario de quien no sólo fija en palabras los pasos con que descubre las ciudades a las que llega, sino también
del que busca el rastro propio y el de sus lecturas en esas
impresiones apuntadas con cierto vértigo de escritor en trance pero sin
descuido; en esas imágenes de fotógrafo en blanco y negro que, como en los textos
en que se insertan, no encuadran los lugares con que habitualmente los turistas
certifican su estancia, sino los barrios, parques, casas y rincones con que se
alimentan las pasiones arbitrarias.
“Nadie puede traducir una ciudad, ni literal ni libremente, pero quien
más podría acercarse no es el que la habita sino el que llega por primera vez,
el que empieza a descubrirla, ya lo haga desde la nada o desde sus pobres
esquemas preconcebidos. Por eso, en cierto modo, la va creando. Es decir, que traduciéndola
se traduce a sí mismo.”
Sabe uno de Baltar desde hace
tiempo. He sido, soy, lector de su bitácora, que antes compendiaba “evangelios
risueños” y ahora pruebas tipográficas (Lorem ipsum dolor sit amet). También
recientemente de sus artículos en Jot Down. Conocía, pues, su afán viajero y el
amor que alberga por Roma, por Londres o por lugares concretos como la
madrileña Cuesta de Moyano. Este libro compendia esas querencias de modo
admirable y sincero. Trasluce, por tanto, dónde se ha sentido su autor más dichoso
y dónde ese deleite le ha impulsado a escribir más y mejor. Por eso
son memorables los apuntes romanos: el calor pegajoso del barrio de San
Lorenzo, su cine al aire libre en las noches de verano, el entrañable retrato
de un anciano que come solo en una trattoria, el relato de un mendigo al que un
camarero cruel le arroja un balde de agua en una noche gélida de Piazza Navona
o el descubrimiento del cementerio acatólico donde yace Keats y pasean
confiados muchos gatos romanos. Por eso
debería también quien viaje a Londres considerar los once lugares en que Baltar
fragmenta la felicidad que ofrece a sus visitantes esa ciudad: el Sir John Soane’s Museum, The Round Pond, Hampstead
Heath, Kyoto Gardens, Leadenhall Market, Cavendish Square, El pub The George, la
cafetería de la Tate Modern, La casa-museo de Thomas Carlyle y Hoxton Square.
Enumeración, en fin, que condensa su fascinación por ese Londres, del que, como
nos recuerda Baltar, una vez dijo el doctor Johnson: “cuando un hombre está cansado de Londres es que está cansado de la vida”.
A estas dos ciudades les siguen
en el libro otras. Madrid, sobre todo, pero también Praga o Berlín o París.
Quizás no por todas ha sentido el autor igual entusiasmo. Pero en cada una su
atención y su método son los mismos siempre: «Andar con el cuaderno en la mano y escribirlo todo. Escribirlo todo con
la mayor sencillez posible. Caminar con los ojos bien abiertos y el ánimo
tranquilo, dejándose llevar por las cosas. No busca uno nada en concreto. Una
bolsa de plástico enganchada en un árbol, la melena batiente de una chica, las
manchas de óxido en una pared. Lo que le vaya saliendo al paso».
Ciudades en fragmento
descubre, en fin, a quien viaje a los escenarios de sus páginas un diaporama sentimental
sobre el que urdir itinerarios urbanos desacostumbrados, más atentos a la
representación de la vida diaria que acogen que a la monumentalidad del teatro
sobre las tablas de cuyo escenario discurre.
“Las
ciudades son novelas colectivas que van escribiéndose a medida que se van
leyendo. Son ficciones incesantes, melodías fragmentadas, breviarios de
incertidumbre. Son lugares a los que uno va a perderse para quizás, al cabo,
encontrarse. Resúmenes del caos universal, promesas de locura y evasión,
escenarios del asombro, del delirio, de la miseria. Funcional y simbólica,
palpable y onírica, el alma de la ciudad es un collage de imágenes, memorias,
deseos, encuentros, mercancías… Un paraíso del anonimato en el que se reúnen
las masas solitarias. Un laberinto de rostros, gestos y palabras en los que la
sorpresa acecha a cada paso. La ciudad sentida, la ciudad soñada y la ciudad
recordada se funden en una amalgama verosímil. Vemos lo que sentimos. Vivimos
como soñamos. Somos lo que recordaremos. Nos habitan paisajes, metáforas, ruinas.”
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