miércoles, febrero 24, 2016

Fotogramías

En los rincones apartados, por donde los arroyos alimentan al río grande, todo sigue pareciéndose a como debió de ser muchos años atrás. La sombra del bosque, incluso la sombra del bosque invernal, conserva todo la apariencia de un mundo sin domesticar, un mundo que exige arrestos para atraversarlo en el silencio apabullante de su naturaleza. En Pozo Mouro, recordé un fragmento de Aunque Blanche no me acompañe (Aguaclara, 2014). Decía así:
"Hubo un tiempo en que en Brocal el agua aprisionada en los banzados movía los martinetes. Percutían rítmicamente como si se tratase de pájaros antediluvianos picoteando hierro fundido. Aquellas ferrerías fabricaban sencillos objetos domésticos, aperos agrícolas, herrajes de carros y clavazones. Había herreros entonces de obra mayor, dedicados a la fábrica de calderos y sartenes; y herreros de clavos tan apreciados que su suministro atendía incluso las necesidades de los arsenales de Mahón, de Cádiz, de Cartagena, de El Ferrol y de la Habana, donde se empleaban en grandes cantidades para la construcción de buques. Hubo un tiempo en que aquí ardía la fragua de Vulcano. Hoy ese pasado parece sencillamente una fábula (...) Veo al salir del pueblo las ruinas de uno de esos mazos. Se lo traga la maleza. Está justo al lado del torrente que lleva el agua de las laderas de Penouz al río grande, al viejo Nereya, al río al que Ptolomeo le decía Nerealubio. Estas punzadas que siento en las sienes son el mordisco de los vermes. Percuten sus dentelladas rítmicamente en mi cabeza como martinetes. Forjan clavos menudos. Alfileres. Me pinchan como si fueran el trenzado de una corona de espinas. No soporto esta industria de dolor." 




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