No era cartujo, como los de Zurbarán, sino dominico y estaba bajo la portada isabelina de la Iglesia de San Pablo, un esbelto templo anejado al Colegio de San Gregorio, ese cofre repujado por Gil de Siloé donde se cobija el Museo Nacional de Escultura. Así asomado al mundo, como una más de las tallas de fe allí expuestas, oteaba esa mañana soleada de otoño desde el quicio de la iglesia. Afuera, todo era una alegría de luz. Adentro, de donde él venía, la sombra de un culto siempre demasiado atormentado le ponía almidón a su hábito y recelo a su mirada.
2 comentarios:
La plaza, el templo, el museo y la historia de una ciudad en la que viví cinco años.
Espero que de esa estancia guardes buenos recuerdos.
A uno, que no la conocía mucho, le cundieron estos días en sus calles.
Es enorme el patrimonio histórico y artístico que se atesora en su reducido perímetro urbano.
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