Luces y sombras. De todo hay siempre en la historia de las ciudades. De todo hay en la historia de sus plazas. Desde ésta que veis enmarcada por soportales, partió hacia el quemadero, en la madrugada del 21 de mayo de 1559, un hereje llamado Cipriano Salcedo, quien fuera huérfano de madre al nacer —aquel año de 1517 en que Lutero se manifestó contra las indulgencias—. Un niño al que su padre también privó desde entonces de todo cariño al culparlo de la temprana muerte de su esposa. No extrañe entonces que creciera interno en un colegio de huérfanos. Con el tiempo, llegó, no obstante, a ser un próspero comerciante que se sintió atraído por los sermones morales del doctor Cazalla (el prestigioso predicador del emperador Carlos V que introdujo a Lutero en España). Desde esa plaza mayor en blanco y negro, y tras un año de cruel cautiverio en las mazmorras de la Santa Inquisición, más de sesenta reclusos, entre ellos algunos eclesiásticos y también el bueno de Cipriano Salcedo, seguidores según se decía del luteranismo, iniciaban su vía crucis. Porque en ese hoy civilizado solar, se celebró un cruel Auto de Fe, un juicio inmisericorde contra la herejía. Su veredicto, recibido con alegría por gran parte del pueblo allí concentrado: la hoguera. Hubo, eso sí, de entre los condenados quien reconoció su culpa y a quien, como contrapartida, se le premió con el garrote —era siempre preferible llegar muerto a la pira, que ser quemado vivo en ella—. Esta noche, otoño de dos mil dieciséis, se representará aquí el Otello de Verdi. A buen seguro que en algún antiguo coliseo romano se levantará hoy también un escenario que albergará una obra de teatro o un concierto. Bajo esta plaza, bajo esos antiguos circos, las venas de la historia traen a la luz, en busca de aire renovado y limpio, de oxígeno, la sangre oscura de los mártires y herejes que en el mundo han sido.
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