Se
apunta hoy aquí noticia de una lectura:
Lengua
del duelo, de César Iglesias. Un libro ligero a la mano y rotundo en la
recitación. Tan consistente como esa piedra de Penouta donde se cinceló un
altar: lugar de rezo, de dolor, de duelo, de rebeldía y de esperanza. Los
pájaros de Granell tienen plumas de colores sobre la calavera gris. La luz
brilla sobre los cadáveres apilados de Kiefer. Y en mi imaginación, ilustro las
casas pechadas con esos muros blancos
que a duras penas iluminan a veces los tejados de pizarra y las manchas de
arbolado sombrío que deslíe en la niebla del occidente el pincel de Galano. “La niebla cubre estas casas pechadas / donde
las humedades tienen plaza.” En aquellas tierras nacieron mis padres, su
secreto no fue una religión perseguida, sino una memoria reventada a tiros
contra la pared de un cementerio. Su baldón, la orfandad y la miseria. Su
esperanza, la huida de esa tierra fértil que los vio nacer y que, sin embargo,
les resultó avara. “Nuestros genes
atesoran el polvo del pecado.” Para este lector ciertos versos son la fiel
expresión de cuanto mastica en el aire cada vez que vuelve al paisaje de sus ancestros.
No otra cosa debe ser la ambición de la poesía: ofrecer los cimientos
necesarios en cada alma para un sentir parejo en todas ellas. Y ofrecer al
tiempo geografías que resulten
universales, aunque las de este duelo las tenga uno por propias, que si
pisó muchas veces Penouta, no pocas fue dichoso en las arenas de Niembro y en
alguna otra se aventuró por Besullo de la mano de Mati Rodríguez-Castellano,
amiga del alma e hija de don Lorenzo, aquel filólogo riguroso que impulso
bibliotecas y recorrió los pueblos de España por amor y como custodio de las
hablas amenazadas de las aldeas. “De la
barbarie huyeron escondidos / en brumas de la culpa y la derrota / a encontrar
el lugar del bienmorir. / Besullo son las sombras…”. Sentirse así,
familiarizado con lo que se lee, no a gusto —porque ciertas aseveraciones
lastiman—, sino en casa, nos pone en la pista de que algunos libros nos uncen
como a bueyes lentos, de paso versicular, cadencioso, rítmico y severo, con el
yugo antiguo de la derrota, la que nos rinde después de toda batalla perdida, y
la que nos conduce, como camino, hacia nuestra inexorable “culpa genética”. “… la sal de
la derrota arderá en nuestras sienes y ya será tiempo para que los zapatos
recojan barro y polvo de la herencia de Job.” En ningún otro ámbito nos
movemos sin tropiezo, incluso ciegos, salvo en la tradición. Quizás no
alcancemos a comprender la motivación original de los rezos, pero el ritmo recitativo de cualquier libro sagrado,
Celán, la Torá, Gamoneda o el Viejo Testamento, de cualquier plegaria, kaddish
o salmo, nos ensimisma ante un mismo abismo: nuestra fragilidad, moral y vital.
“Aquí está el que remó para llegar / al
lugar donde sobran los latidos / y sólo es geografía de cenizas.” Los que
nos precedieron en esas derrotas, sobre todo en la última, mantienen para
siempre las casas pechadas, y nos
dejan, de momento, vivos, pero solos —“soli
e vivi”—. No se aventure por consuelo en estas páginas ningún lector,
tendrá la compañía de lo bien escrito, de lo rumiado largo tiempo, pero no
habrá concesión alguna a más esperanza que la de saber que si Dios existe
quizás llora su impotencia con nosotros. Eso sí, en algunos estas páginas
habrán alentado la inspiración de otros versos, porque la buena poesía siempre
es contagio.
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