Postales
de NewYork,
Isabel Parreño
(Ediciones del Viento)
Hay libros de los que salimos más ligeros. No porque
no dejen en nosotros poso, sino porque
el que dejan tiene, como algunos bálsamos, una capacidad depurativa. La Nueva
York que describe Isabel Parreño y pinta Eduardo Baamonde, con delicioso trazo de urban sketcher, es una ciudad de línea clara: delimita
rincones, ilumina personajes, contagia entusiasmo y deja, al final de cada uno
de los nueve capítulos, una sensación de puerto alcanzado en bonanza. Quizás
por esa transparencia que desprende del libro, en su prosa, sus ilustraciones y en el cuidado con que se ha editado, al lector le quede al final de la lectura tan
buen cuerpo.
Es y no es un libro de viajes. Isabel Parreño no
habla tanto como una viajera en tránsito como una residente temporal de una
ciudad en la que con tiempo y dedicación suficiente va reconociendo, por sí
misma, los lugares que marcaron la existencia de algunos creadores que no sólo
forman parte de su educación sentimental —que diría Flaubert—, sino también de
la de los muchos lectores que a buen seguro acompañarán a la autora en su
periplo neoyorkino.
Con Dorothy Parker entramos en el Hotel Algonquin. Siguiendo
los pasos de E. E. Cummings y Edna Saint
Vicent nos paseamos por el Greenwich Village. En el Bronx, visitamos esa casita conocida como el Cottage de Poe, donde el autor de The
Raven acompañó los últimos días de Virginia, y donde él mismo vivió sus
últimos y trágicos años. Con cierta prevención —una meca tan trágica impone
restricciones—, escrutamos el Chelsea Hotel, en el que murió Dylan Thomas y en
el que tantos otros alojaron sus excesos. En el Queens Louis Armstrong pone por
banda sonora su What a wonderful world.
Nuestra fidelidad a Woody Allen nos brinda un itinerario casi interminable, el
puente de Queensboro que lleva a Mahattan, el atardecer desde Brooklyn, la
serenidad del Upper East desde Queens, Central Park, el Carnegie Deli de
Broadway Danny Rose, las playas de Rockaway en Días de radio o las calles del Soho en Hannah y sus hermanas, el P. G. Clarke´s, donde sigue la mesa en la
que se sentaron Alvy y Annie cuando se volvieron a encontrar después de mucho tiempo
y desde donde se ve la esquina de Columbus Circle donde se despidieron por
última vez. En un viejo apartamento de Harlem, un tórrido domingo de agosto, asistimos a
esos milagrosos conciertos casi íntimos con que Marjorie Elliot, la anciana
pianista de jazz, señala el camino a los que se han ido para que sepan volver. Rastreamos Columbia University en busca de una bola
de pórfido donde una vez se sentó Federico García Lorca. Un rayo la destrozó
con la misma saña fatalista con la que la guerra se llevó la propia vida del
poeta, que fue en Nueva York un escritor subyugado por el vértigo de una ciudad
poseída por la crisis del 29. Por
último, y en los salones decimonónicos de la Hispanic Society, uno de esos
milagros provocados por el amor hacia el genio creativo español que ha llevado
a tantos hispanistas y mecenas foráneos a cuidar mejor de lo nuestro que
nosotros mismos, descubrimos un retrato de Emilia Pardo Bazán pintado por Sorolla. Este
capítulo quizás es el guiño más personal de Isabel Parreño hacia una querencia,
la de la vida y obra de la autora coruñesa, sobre la que ya publicó, junto a
Juanma Hernández, un libro imprescindible para conocer la relación entre Pérez
Galdós y la Pardo Bazán, Miquiño mío (Turner, 2013).
Curiosamente, o no tanto, ambos escritores permanecen juntos en las paredes de
la Hispanic Society.
Son, por tanto, estas Postales de New York un sereno y, a la vez, emocionado
recorrido por algunos de los emplazamientos donde evocar a quienes, con muchos
otros, contribuyeron a moldear una manera de estar y ver el mundo, de
apreciarlo con más intensidad y matices. Sin ellos, en los viajes sería difícil
vivir esa sensación de la que habla en las primeras páginas se su libro Isabel
Parreño: la nostalgia que a veces nos invade en los lugares antes incluso de
abandonarlos.
José
Carlos Díaz
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