Publicado en El Cuaderno.
BOAL
AS ANDOLÍAS
Barbuxándome al ouguido / cuntóume que fóra / taba empezando a orbayar
/ qu’al principio era miudín / peró qu’as torbuadas avisan cedo.
/ Díxome, tamén, mollemente, / que marchase, qu’os outros xa lo fían,
/ qu’as andolías nun esperan al inverno / pr’aveirarse y nun
esfrecer… peró, eu penso / que nunca chegaron a sentir el frío.
Miguel Rodríguez Monteavaro
Hay lugares que
se eligen. Vivimos voluntariamente en ellos o los alcanzamos a través del deseo
que es el viaje proyectado. Otros, sencillamente se imponen. Contra nuestra
voluntad o sin que nuestra voluntad pueda o quiera oponerse. Ningún remedio,
por ejemplo, obra efecto contra la señardá cuando le impone al
alma sus propios lugares.
Que el ánimo
extrañe territorios con tristeza sólo puede deberse a alguna suerte de pérdida.
Irse obligado del terruño amado, perder su suelo y su paisaje, tizna de pena el
corazón del que se va, pero amputa también muchas veces la identidad de su
descendencia. De esa geografía del alejamiento nace mi propia señardá,
la que albergo, como una sensibilidad congénita, hacia la pequeña patria de mis
padres, de la que fueron expulsados por la miseria de la posguerra.
A vista de dron,
en un día soleado, todo en ella tendría una apariencia arcádica. A los prados
de verde desigual, a las casas de muros blancos, al argenta pulido por la luz
en las pizarras, a ese conjunto de tierras fértiles salpicado de casas, bosque
y unas pocas cabezas de ganado, extendido entre Penouta y Penácaros, una voz en
off le añadiría quizás la antigua descripción que de todo ello hiciera Bernardo
Acevedo y Huelves allá por 1898, en Boal y su concejo:
"Al abrigo
de la sierra de Penouta y al comenzar la cañada del Navia, siéntase la villa de
Boal, dividida en dos grupos de población: Boal de arriba y Boal de abajo.
Arriba están las casas antiguas, los callejones angostos, las población
labradora y pastoril; abajo la villa nueva, con plazas espaciosas, iglesia,
consistoriales, con el edificio moderno, y el comercio y la industria. […]
Ambos núcleos están rodados de caseríos y aldeítas, a modo de marcos que los
abrazasen, y casi dentro del poblado hay sotos frondosísimos de abedules,
robles y castaños que, en verano, son paseos excelentes."
Ese librillo,
reeditado en 1984 en facsímil por Mases, es de la poca bibliografía que puede
encontrarse sobre la historia, costumbres y geografía del concejo.
El narrador de
ese ficticio documental aéreo quizás le añadiese entonces, a modo de guinda,
unos versos en la fala de la tierra: «Vista más guapa nun hay/ desde Coruña
hasta Oviedo:/ solo San Pedro las ten/ desde a súa porta nel cielo». El
autor, Benjamín López, que fue talabartero y poeta, murió joven, en 1964, a los
cuarenta y seis años, dejando una obra costumbrista recopilada póstumamente en
un libro titulado Montañas verdes, en el que no pocos versos
expresan una señardá agridulce hacia el tiempo de la infancia.
Esa manera casi
paradójica de enfrentarse a la señardá, ese visión a la vez grata y
doliente, tiene su correlato en dos novelas ambientadas en ese territorio, La
memoria de los árboles, de Conchi Sanfiz, y Aunque Blanche no me
acompañe, de quien esto escribe. Boal se vuelve Olba en la primera y
Brocal en la segunda, conscientes los autores de que el escenario es evocación
y de que toda evocación recrea más que retrata.
Concepción
Sanfiz, la autora lucense de La memoria de los árboles, vivió con plenitud el
ejercicio de su profesión de maestra en ese destino que llamó Olba. Su novela
agradece lo que Olba le dio durante aquel tiempo: «En teoría iba a Olba para
enseñar Literatura Española. En la práctica, eso procuré hacer lo más
dignamente que supe, pero para mí fue más importante lo que aprendí que lo que
enseñé». Olba se convierte, pues, en un relato urdido de historia
recuperada, friso de sugestivos paisajes cambiantes al ritmo asumido de las
estaciones, compromiso con el lugar y estrecha comunión con los olbenses. Una
narración escrita ya desde la distancia espacial y temporal, con señardá
agradecida, en evocación, por tanto grata, hacia un pueblo, Olba, fijado para
siempre en un momento en el que todavía cabe la esperanza de que no lo alcance
nunca del todo el despoblamiento y su ruina, amenaza que sí se cierne,
desdichadamente, sobre el envés de su anagrama, Boal.
"Ante el
más leve indicio de primavera, muchas de estas casas vuelven a convertirse en
hogares. Algunas lo son de verdad durante los períodos vacacionales y eso
confiere a su aspecto un tinte de expectación permanente, como si fueran
enfermos de pronóstico incierto que confiaran en una pronta recuperación.
También su recuperación es un espejismo: sus propietarios las habitan unas
semanas al año; en el mejor de los casos, realizan en ellas unas mínimas tareas
de mantenimiento y luego las condenan de nuevo al abandono hasta su regreso. Y
sin embargo, en esos contados días en que el clima se vuelve benigno y casi nos
convencemos de que existió la Arcadia, alguna vecina, encargada de cuidar de
esas viviendas huérfanas, se apresura a ventilar sus dependencias, y se ve a
las casas tan alegres de barruntar una próxima llegada de sus dueños, que da
aún más pena contemplarlas de nuevo herméticamente encerradas en sí mismas,
aparentando tan sólo una enternecedora dignidad tras la que se esconde el dolor
de su vacío, la nostalgia irreprimible del tiempo en que fueron hogares."
Aunque Blanche no me acompañe habla de
una señardá distinta: la de un hombre que viaja, cada semana y
casi por inercia, desde la ciudad hasta el pueblo de sus padres, buscando una
identidad perdida en un ámbito, que aun admitiéndolo agónico, sabe que le es
indefectiblemente propio.
"En
contra de lo que suele ser más habitual, avivar la marcha ante la proximidad
del destino al que nos dirigimos, en esos veintiocho kilómetros últimos suelo
conducir despacio. Si ralentizo mi recorrido es porque sabiendo que ese
trayecto me transforma, me recreo en las sensaciones de la metamorfosis: un
ligero desasosiego, una tristeza placentera, una identificación detallada y
casi lujuriosa con los olores, con los sonidos y con el paisaje. Los topónimos
del espacio geográfico al que tan ligado me siento, cuando más que pronunciados
se recitan como versos bien medidos, son mi propio mantra de inmersión en el
lugar. Mientras conducía, pensaba esa mañana en estos viajes como indagaciones
meticulosas del interior de una matrioska. Yendo de la gran muñeca inicial que
contiene la ciudad a la última y minúscula figura en la que sólo cabe la casa
familiar; yendo del universo que es capaz de albergar una serie menguante de
mundos, al reducto irrespirable que no sólo no puede abrirse sino al que en su
pequeñez ni tan siquiera se le puede dar casi forma y rasgos precisos:
muñequita sin cintura, hueso amargo. Todo el aire liberado del resto de las
matrioskas gira por eso como polvo estelar en torno a la pieza indivisible,
todo el contenido extraído a los cuerpos demediados flota sobre el vasto
espacio que me acerca a Brocal. Cuántas veces nos han subyugado esos encuadres
fotográficos, fílmicos o pictóricos, esas visiones de las que inesperada y
ocasionalmente somos testigos, en que, por ejemplo, una hipnótica vela hinchada
por el viento surca en la lejanía el inabarcable horizonte marino, o un hombre
pesca en la más absoluta soledad de un acantilado al atardecer, o un correo del
zar galopa en la vastedad de la tundra llevando en las alforjas un diálogo de
grafías entre mundos distantes. Los territorios nos susurran a veces cosas
sobre nosotros mismos de las que casi nada sabíamos, pero tras las que
andábamos por una intuición que es tan redentora como autodestructiva. Así me
siento yo. En eso me convierto en los regresos. Mancha en la nada, candil en la
oscuridad, nave en el océano, última de las matrioskas, muñeca cerrada sobre el
átomo que la constituye, expuesta a la naturaleza y, a la vez, al poso mismo en
el que el alma decanta lo que poseemos, el bien y el mal que nos habita."
Esa señardá,
mi señardá, se parece, por tanto a algunos cuadros de Galano. La
pizarra negra rematando los muros blancos o de piedra vista. Las casas aisladas
en medio de una vegetación más que cómplice, acechante. La lluvia y la niebla
oscureciendo ese encuadre como un paspartú de tristeza propia. Se trata, me
temo, de una hipérbole distópica que asume como inevitable la asolación que
anuncia tanto abandono acumulado: casas, enseres, tierras, molinos, capillas,
huertos, sendas, costumbres.
Pero para que se extrañe un espacio o duela su pérdida, por saberlo lejano o
particularmente frágil a la erosión de los tiempos, esa ubicación, en los ojos
indulgentes de la infancia o en los de quien idealiza el pueblo de sus
ancestros, hubo de tener antes las proporciones ideales de la dicha.
Y Boal las tuvo
en los veranos de cuando era niño, poblados de gente que ya no está, alrededor
de la vieja casa de la abuela ahora en ruinas, en las eras donde ya no se
planta, en los establos despojados para siempre del aliento cálido de los
animales, en los lavaderos en que nadaban los renacuajos como una simiente de
vida telúrica, en la noche donde los ruidos de la naturaleza eran un universo
inquietante para un oído, como era el mío, acostumbrado a la sonoridad opaca de
la ciudad.
Toca a menudo
volver por allí cuando entierran a alguno de los nuestros. Boal no tiene
tanatorio y a sus muertos se les vela en Jarrio. Luego vuelven camino del
pueblo por la carretera que orilla el Navia. Los sigue lentamente un cortejo de
vecinos que procesiona en sus coches durante casi treinta kilómetros. Da tiempo
entonces a irse fijando en el paisaje, en el río encajonado. Incluso desde
algún recodo se llega a ver el mar que dejamos a las espaldas; casi siempre
brillante, casi siempre impetuoso. El cauce que fluye por debajo de la
carretera es, por el contrario, plácido y oscuro. Hay tiempo en esos cortejos
luctuosos para recordar, para observar. El bosque se ha repoblado desde hace
años. Ahoga los caseríos. Trae el jabalí hasta las puertas. Pero me acuerdo de
ver arder mucho tiempo atrás esta foresta a veces. Se quemaba abandonada al
final previsible de toneladas de leña barata para la papelera que se levanta en
el tramo final del río. Una industria que exhala día tras día un humo agrio con
olor a repollo cocido. Por entonces, en el tiempo remoto de aquel fuego,
conducía todavía mi padre cuando íbamos de visita al pueblo. Siempre llevaba el
coche algo más rápido de lo prudente. Conduzco yo ahora y no queda otra que
seguir esta lenta velocidad de entierro que al menos me permite volver a
silabear, al paso, los nombres más hermosos que nadie le haya puesto jamás a
unos lugares: Porto, Villacondide, Serandinas, Miñagón, Las Viñas, Los Mazos,
Armal, Torrente. Todo ellos son la cartografía fonética de mi infancia. El
muerto mientras, como los salmones, sigue ascendiendo cauce arriba hasta el
pozo en el que se desovará la memoria troceada de su vida en el recuerdo de
quienes lo acompañan. El cortejo reduce la velocidad a la altura de la casa que
lo vio nacer. La puerta está cerrada a cal y canto. Se ve ya muy cerca el
caserío entero de un pueblo que hace años que no crece. La plaza abierta entre
la iglesia y el ayuntamiento. Aguarda la gente en los alrededores del templo.
Dejan paso al ataúd. El cura carraspea de puro viejo. Lo llamaban don Vicente.
También trataban de don al que mucho antes fue don Eusebio. Formalidad servil
de los fieles y de los que no siéndolo reconocen que las campanas del templo
marcan las horas de todos los vecinos. Cantan las viejas. «Hoy, Señor me has
mirado a los ojos, sonriendo has dicho mi nombre. En la orilla he dejado mi
barca, junto a ti buscaré otro mar». Cuánto anciano llena los bancos de la
iglesia. Me dan la paz, la doy. Saco unas monedas cuando pasan la cesta. El
sacerdote recuerda a qué hora será la misa sabatina. Los funerales de la
semana. Los oficios preceptivos. A la salida, se forman corrillos. No hay mejor
momento para recobrar la pista de amistades antiguas que un funeral.
Reconociéndose entre las desfiguraciones del tiempo. Compadeciéndose de su paso
en los achaques comunes, en las pérdidas compartidas.
En estos
regresos, cuando vivimos tiempos de patrias arrojadizas, desafiantes y
excluyentes, uno contrae aquí por un momento la suya en la intimidad de unas
fronteras trazadas por el caño de una fuente, la fábrica sólida de unas
escuelas graduadas, el tapiz de unos pétalos de camelia o la cancilla de un
lavadero en desuso. Una patria imprecisa perimetrada en olores: el que impregna
eléctricamente el aire después de la tormenta; el del jabón sobre la llousa de
pizarra en que se restregaba la colada; el sólido aroma del café cargado y
recién hecho; el tibio olor a bosta saliendo de los establos o esparcido como
un rastro de abundancia por los caminos; el del ballico recién segado
confortándonos el ánimo sin que nos expliquemos muy bien el porqué; o el de la
leña que ardía en las cocinas al atardecer y dibujaba una constelación de refugios
seguros. Pero sobre todo, una patria fundada en el afecto hacia las raíces
hurtadas que por instinto añora la savia de nuestras venas.
No hace mucho se
ha abierto en San Luis, una aldea a escasos dos kilómetros de la capital del
concejo, concretamente en sus antiguas aulas escolares, un centro de
interpretación de la emigración boalesa. Pequeño y coqueto. Bien explicado por
quien lo atiende. Se custodian en su archivo documentos de lo que fue una
próspera y benefactora sociedad de naturales del concejo, con sede en La Habana
y que en los años veinte y treinta del pasado siglo financió un puñado de
escuelas y lavaderos en estas aldeas. Aquella sociedad aún hoy pervive. La
paradoja del tiempo ha hecho que los hijos de aquellos que contribuyeron con parte
de su fortuna americana a la prosperidad de la tierra que los vio nacer,
reciban ahora la ayuda que se les envía ocasionalmente desde aquí para mitigar
sus apreturas. Me gustaría encontrar entre los legajos de este centro la
historia de mi abuelo Marcelino, que vino sin un chavo con doce años de la Cuba
donde nació y a la que habían emigrado sus padres, que fue minero, que se casó
en Armal y tuvo seis hijos, y que murió, en el año 40, a la temprana edad de
treinta y ocho años, frente a un pelotón de fusilamiento. Veo con emoción esas
fotos antiguas de las escuelas graduadas de Boal. A esos pequeños asustados que
retrata la máquina del fotógrafo y entre los que estuvieron, por tiempo
demasiado escaso, mi madre y mi padre. A él le pusieron un nombre francés,
René. Nunca supo la razón y nunca me habría entendido si en broma le hubiese
llamado mon père. Llevaba, además, por segundo apellido el mismo que el de un
célebre escritor nacido también allí, en su pueblo. Eran casi de la edad, pero
nunca tuvieron trato. No todos los emigrantes volvían con una palmera debajo
del brazo. Aquel escritor vivió su infancia en uno de los chalés indianos; mi
padre, en una casa de piedra oscura y tejado de pizarra a cuyas habitaciones
llegaba en el invierno como único calor el vaho del aliento y el estiércol que
fermentaba abajo, en la cuadra en que siempre anidaron as andolías. Era, y aun
lo son las ruinas de todo aquello, junto a las que reposan las cenizas de mi
padre, una de esas casas que Galano pinta a menudo diluidas en la niebla.
MI señardá.
José Carlos
Díaz
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