Fiesta nacional de Francia. Y uno recuerda a Brassens y su mala reputación: Le jour du Quatorze Juillet / je reste dans mon lit douillet. / La musique qui marche au pas, / cela ne me regarde pas. / Je ne fais pourtant de tort à personne, / en n'écoutant pas le clairon qui sonne. / Mais les brav's gens n'aiment pas que / l'on suive une autre route qu'eux, / non les brav's gens n'aiment pas que / l'on suive une autre route qu'eux, / tout le monde me montre du doigt / sauf les manchots, ça va de soi. Nosotros hoy nos levantamos. Faltaría más. Nous sommes en vacances. Se experimenta, además, una sana envidia de cómo se celebra por aquí esta fiesta. Por un día se manifiesta la alegría de compartir un territorio y un gobierno que lo rige dando y requiriendo sin atender a balanzas o pedigrís regionales. Nos acercamos a Toulouse. La bella población que atraviesa el Garona y los canales de Midi y Brienne. La fiesta tenía despejadas las calles. Poco tráfico. Pocos viandantes. Mucho ciclista. Dejamos los vehículos apartados en un gran boulevard, el de Luxemburgo. Cerca había algunos garitos margrebís. Mucho hombre moreno sentado a la sombra, en las terrazas, fumando y charlando apasionadamente. Llegamos desde allí en corto trayecto hasta San Sernín, fotografiando su hermoso campanario octogonal desde la estrecha calle que nos iba acercando su perfil recortado contra el cielo azul de la mañana. Avanzamos hasta la plaza del Capitolio. Le da nombre el hermoso edificio civil que alberga al ayuntamiento. Lugar concurrido. Centro de la ciudad. Explanada de paseo y encuentro. De celebración también, que allí se estaba instalando esa mañana el escenario sobre el que se celebraría la fiesta. Terrazas a la sombra al otro lado de la fachada dieciochesca. Tiendas en su perímetro. Bicicletas. Turistas como nosotros. Sol mañanero agradable. Cuando avanzábamos callejeando desde el Capitolio hacia el río, se paró a nuestra vera un hombre parsimonioso, de barba y cabellos canos, gafas, manos en los bolsillos y voz grave y algo lenta. Español, nos dijo. Nos había oído hablar y quiso saber si precisábamos de alguna ayuda en su ciudad. Porque a Toulouse ya la consideraba como tal. Casi cincuenta años lleva residiendo allí. Natural de un pueblo pequeñito entre Benavente y La Bañeza, emigró muy joven a buscarse las habichuelas. Paseamos junto a él. A su ritmo. Iba desgranando poco a poco cosas sobre su vida, sobre el sitio, sobre los españoles que allí vivían, que habían sido muchos, pero que iban siendo menos porque los viejos se mueren. Nos acercamos al río charlando. Aquella peniche hace un paseo por el Garona, nos indicó señalando un barco chato amarrado a la orilla. Él vivía al otro lado del cauce. Paseaba todas las mañanas durante unas horas. Cruzaba el puente hacia el cogollo tolosano. Volvía al mediodía hacia su barrio. Se paraba al hablar, como en esas conversaciones de jubilados que van sin prisa matando la mañana y cuando quieren enfatizar algo se detienen y obligan a quienes les acompañan a hacerlo también, sin que se reanude la marcha hasta que lo que cuentan llega a su término. Y así estábamos, haciéndole corro, cuando por nuestras espaldas se nos acercó otro paisano, otro vejete español con unas cuantas décadas también de residencia en Francia. Venía en bicicleta y con corbata. Supo que eramos compatriotas al vernos en compañía del inesperado guía que nos iba acompañando desde unos momentos antes. El anciano ciclista era de Madrid. Su esposa, francesa, andaba bastante enferma desde tiempo atrás, por lo que apenas viajaba ya a España. Era un jubilado ecologista. Nos dio unos pins en los que se pedía atención para el medio ambiente. Pero lo más curioso de la situación es que ambos personajes, aquellos dos encantadores viejecitos emigrantes, que llevaban toda la vida en una ciudad extranjera y parecían entrañablemente enternecidos cuando se cruzaban con unos paisanos desconocidos hablando en su lengua natal, la que ya ellos mismos empleaban con giros y acento galos, aquellos dos voluntariosos acompañantes estaban, según pudimos advertir pronto, fieramente enemistados. Qué curiosa situación, ambos ayudándonos, indicándonos lo mejor de la ciudad, hablándonos de sus vidas, y sin apenas mirarse. El ciclista se fue pronto. Saludándonos ágil mientras pedaleaba bajo los árboles que daban sombra al paseo ribereño. Volvimos hacia el centro. Nos despedimos también de nuestro primer amigo junto al metro. Tomamos unas cervezas en una coqueta braserie del Capitolio. Las necesitábamos. Un buen paseo y mucho calor a medida que pasaban las horas. Esos primeros tragos de cerveza cuando aprieta la sed son gloria bendita, como bien contaba en un delicioso libro, que he releído hace unos días, Philippe Delerm: “Uno la bebe rápidamente, con una avidez falsamente instintiva. En efecto todo está escrito: la cantidad no es ni mucha ni muy poca, lo que hace el comienzo ideal; el bienestar inmediato puntualizado por un suspiro, un chasquido de lengua, o un silencio que lo vale; la sensación engañosa de un placer que se abre al infinito… Al mismo tiempo, uno ya sabe. Todo lo mejor ha sido tomado. Uno coloca su vaso y lo aleja incluso un poco sobre el pequeño cuadrado de servilleta”.
2 comentarios:
Hola... Me he leído del tirón las últimas entradas. Muy buenas.
Pero en esta historia me he quedado con ganas de saber por qué estaban "fieramente enemistados" los dos viejetes. Ahí nos has fallado como el cronista cotilla que deberías ser. Indagación, hombre, indagación. :D
A preguntar en las tiendas, en el parque..., qué sé yo. Esa novela nos la hemos perdido ya para siempre.
Las descripciones, los paseos... un placer.
Un abrazo.
Querido Conde, el placer es seguir contando con tus lecturas y tus comentarios siempre generosos. Y también, por cierto, con esas apostillas tuyas tan contra corriente que me he encontrado hace unos días en la bitácora de Vicente Luis Mora a propósito de su post sobre el último libro de Ricardo Menéndez Salmón. Esconde usted detrás de ese aspecto de aristócrata viajero y cultivado un polemista brillante.
Un abrazo.
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