Meditar cerrando los ojos al sol de la mañana, gozando del milagro de disfrutar de un hueco bajo su brazo de luz. El zumbido laborioso de los insectos entre la vegetación que tapiza los muros de la casa. El trajín del desayuno. Todo comienza de nuevo y en nuestra laica oración se pide que el nuevo día venga clemente y traiga algo de dicha. Nos puede a esta hora la esperanza de ser mejores.
Uno sabe qué es la felicidad. En ocasiones hasta la tuvo entre las manos. Así que podría describir su consistencia. Frágil siempre. Cualquier golpe inesperado la quiebra en mil pedazos. Leve como pluma, que hasta una brisa ligera puede llevarla lejos, tanto que se hace inútil forzar la mirada por no perderla. Así es la felicidad. Esquiva y gloriosa. Y como todo bien preciado, como la misma salud, no deberíamos vanagloriarnos de poseerla, de estar en ocasiones bendecidos por ella. Cualquier ostentación de riqueza resulta indecente. Estar dichosos debería ser, pues, como el calor de las sábanas, un bien íntimo. Quién sabe qué oscura maldición puede despertar la exhibición grosera de la felicidad.
Volvemos a Toulouse. Esta vez a la Ciudad del Espacio. Una gran exposición educativa sobre la conquista de lo que hay más allá de los cielos. Reproducciones aeronáuticas. Cine en tres dimensiones. La carrera espacial: Estados Unidos, la URSS y ahora también Europa. Los niños lo pasaron bien. Hacía calor. Es difícil verlo todo en unas pocas horas. Al salir me compré una brújula. El espacio me parece un lugar demasiado lejano. La tierra incluso me resulta a menudo inabarcable.
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