Ayer en casa, ya de noche, abrí la biografía de Gabriel García Márquez escrita por Gerald Martin. En sus páginas centrales contiene fotografías. En una de ellas, muy joven, aparece Tachia. Le encontré en el retrato un aire como de Fanny Ardant en blanco y negro con corte de pelo a lo Jean Seberg. Llegábamos de pasar un rato muy agradable en su compañía. Lleva por aquí unas cuantas jornadas. Tuvo lleno en su recital del Antiguo Instituto Jovellanos. Se enfrentó después con los adolescentes de un par de centros educativos. Incansable. Con Miguel Hernández por motivo. Este ir y venir la tiene dichosamente ocupada. Le decimos en broma que se nos está volviendo algo diva. La traen y la llevan con mimo, le piden con cualquier disculpa que diga unos versos, que cuenta un pedazo de vida. Y de todo da un poco sin remilgos pero con una sencillez altiva, trufando de pequeñas expresiones francesas sus historias, coqueteando, mientras recita, con sus manos, con sus ojos muy abiertos y con su sonrisa aún hermosa. Contó que en su reciente viaje a Colombia estuvo en Aracataca. El Macondo de quien fuera su compañero en París, García Márquez. Quiso llegar hasta allí a toda costa. Alguien intercedió facilitándole un chófer. Quería visitar la casa de Gabo. Estaba cerrada. Era lunes. Un militar arisco hacia guardia. El conductor que llevó a Tachia hasta allí intercedió por ella: “Mire, mi hermano, que esta señora es la representante de las letras españolas y de don Miguel de Cervantes y Saavedra”. Tachia se ríe recordando el énfasis del “Saavedra”. De nada les valió. Así que se fueron al Ayuntamiento. El conductor había sido compañero del alcalde en la escuela. En el camino vieron a Remedios la Bella. O lo que de ella hizo, según parece, un escultor que resultó más bien fallero. Cuarenta gados a la sombra. Por el consistorio todo se movía con el ritmo cansino y casi paródico del trópico. Guayabas y ventiladores de techo. Sudor rancio en las axilas. La casa de Márquez resultó no ser cosa de la autoridad local, sino de la universidad del Magdalena. Y Tachia no pudo finalmente verla, pero reconoció Macondo. Su espíritu alucinado reverberando al sol. Y a los macondinos con vidas de novela, como la de aquella mujer analfabeta a la que vieron pedirle al alcalde que le leyera una carta oficial. El gobierno le había escrito un farragoso texto burocrático reconociéndole una pensión. Cuatro hermanos se le había llevado la violencia del país. A Tachia le dieron en Bogotá tratamiento de gran dama del teatro. Y la entrevistaron en El Espectador. Todo lo de Gabo resulta allí casi sagrado. El gobierno le pidió un texto para el libro El París de García Márquez. Lo envío en cuartillas manuscritas. Nos lo lee ahora. Y suena sincero. Sin impostura. Recuerda el tiempo difícil de la necesidad y la irrenunciable memoria del amor. Habla de donde vivieron juntos. Y de que entonces hasta comieron a veces una sopa aguada que sólo engordaban unas pocas especias. Y, a falta de otro alimento, incluso una tisana de tila que al colombiano le supo “a procesión”. A buen seguro pensaba en aquellas hambres García Márquez cuando escribió en El coronel no tiene quien le escriba sobre el caldo de piedras que la coronela ponía al fuego por dar entender al pueblo, y por dignidad, que en la casa del gallo aún había qué cocinar. Le digo yo que hallé husmeando en la red un artículo en un periódico peruano que habla de ella. Y de ese tiempo. Y de un cuento: El rastro de tu sangre en la nieve. Que quizás sea el cuento más bello que uno haya leído nunca. Tachia recuerda cuándo se escribió. Y que Gabriel la llevó con él hasta el Hotel Nicole. Que allí habló con el recepcionista. No sabía ella de qué. Quizás de las habitaciones, de su precio, de su decoración. “Hotel Nicole. Tenía una sola estrella, y una sala de recibo muy pequeña donde no había más que un sofá y un viejo piano vertical, pero el propietario de voz aflautada podía entenderse con los clientes en cualquier idioma a condición de que tuvieran con qué pagar. Billy Sánchez se instaló con once maletas y nueve cajas de regalos en el único cuarto libre, que era una mansarda triangular en el noveno piso, a donde se llegaba sin aliento por una escalera en espiral que olía a espuma de coliflores hervidas. Las paredes estaban forradas de colgaduras tristes y por la única ventana no cabía nada más que la claridad turbia del patio interior. Había una cama para dos, un ropero grande, una silla simple, un bidé portátil y un aguamanil con su platón y su jarra, de modo que la única manera de estar dentro del cuarto era acostado en la cama. Todo era peor que viejo, desventurado, pero también muy limpio, y con un rastro saludable de medicina reciente.” Al llegar a casa le digo a mi mujer que me siento privilegiado. Por haber leído ese cuento y haberlo podido gozar con una intensidad casi física. Por haber tenido cerca, muy cerca, cincuenta años después, a quien quizás lo inspiró. Coronela o Nena Daconte. Tachia que cuenta y recita.
No hay comentarios:
Publicar un comentario