Al final, entre flashes y parabienes, había una mujer que sujetaba una vara con la torpeza de todo gesto desacostumbrado. Hubo antes discursos justificativos y postulantes. Incertidumbre. Gritos destemplados en la plaza. Invitados formales y allegados vestidos para la ocasión. Dos maceros que eran como un rastro desganado de tradición. Teatro, en fin, con decorado sólido, figurantes de ánimo diverso y actores principales que llevaban su papel entre alfileres. Desde la butaca, como espectador desapasionado que gusta del estilo más que de los desenlaces, me pareció que el deus ex machina se decantaba por lo simple. El tiempo dirá si también por la simpleza. A la gestión pública es deseable que se llegue con ganas, con vocación de servicio y de honestidad, pero también con conocimiento de causa. Toda responsabilidad alcanzada agónicamente parece lógico que despierte dudas en el elegido y en su alrededor. Como las indecisiones de los motores fríos, esas dudas se toleran si la maquinaria arranca luego y toma brío. La vara, toda vara, suele ser medida. La del sábado tenía la exacta longitud del temblor. El que acuciaba a unas manos acostumbradas al bisturí pero que extrañaban la textura nudosa del poder.
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